Por Fernando Rodríguez Bianchi
Escucho el motor frente a la ventana y me despierto. Estoy vestido. Me lo pidió Gustavo cuando me llamó hace media hora para acompañarlo a la ciudad de Las Flores. El transporte en el que viajaba su hermana volcó, se fue al agua y hay cinco muertos.
Me siento en la cama, y antes de poder levantarme Gustavo repite con la bocina la alegre melodía de un viejo programa de televisión infantil. Corro la cortina y lo veo. Los ojos clavados en el techo, la nuca en el apoyacabeza y los brazos extendidos al volante como si manejara a doscientos kilómetros por hora. Idéntico a su padre cuando los domingos estacionaba frente a esta misma puerta y nos llevaba a pescar con el techo corredizo abierto rumbo a la laguna gritando al viento.
Entro al auto y cierro la puerta. Hay música romántica de los 80’ y humo. La luz interior demora unos segundos en apagarse y alcanzo a ver la marca de unos labios rojos en el cuello de Gustavo. No cambia más. Ha engordado o lleva la gorra muy ajustada. Bajo la ventanilla. La cuadra está vacía y los adoquines mojados. A la espera del cambio de estación han podado los árboles sin dejar una hoja, siquiera una rama. ¿Dónde dormirán los pájaros? Gustavo me apoya la mano derecha en el muslo y habla sin mirarme.
–Gracias otra vez, prometo devolverte a las cinco de la mañana. Mamá insistió con irla a buscar. Conociendo a Lucía, es capaz de seguir viaje en el próximo transporte que encuentre.
–No hay problema, trabajo a las ocho. ¿Qué otra vez? –pregunto. Y de inmediato recuerdo a Oscar, su otro hermano.
Buscamos la gasolinera detrás de las vías, donde los caminos de tierra y el campo sudan niebla y humedad. Un ex compañero de la escuela nos llena el tanque, otro nos limpia el parabrisas. Giramos en sentido contrario a las flechas indicadas en el piso de la estación buscando la avenida y hacemos media cuadra en infracción. Gustavo acelera y damos un brinco al cruzar las vías. Una vez al año, pasa un tren. Del lado del conductor veo correr las publicidades en las blancas paredes del club Ferrocarril y a Gustavo tragándoselas una a una con la cara. En la esquina, el pozo de la noche marca el límite del casco urbano y allá, en el semáforo, la luz giratoria sobre el techo del móvil policial flota como un boomerang azul y pasa en rojo.
Le pido a Gustavo que desacelere. Velocidad y confianza son una misma variable para el que maneja pero no para el copiloto. Busco el cinturón de seguridad detrás de mi hombro y en la oscuridad mi mano izquierda, sigilosa, se aferra al freno de mano. Los faros del auto barnizan los eucaliptus del parque y a los pocos kilómetros alcanzamos el cruce de la carretera que une el norte con el sur. Gustavo se detiene, hace craquear entre los dedos un juego de luces corta y larga sacándole una radiografía a una tranquera y un cartel. Propiedad privada. No pasar.
–¿Viene alguien de aquel lado?
–No. Creo que no.
–¿Creo?
Lo miro. Y en la oscuridad, descubro sus dientes.
Cuando el padre de Gustavo falleció, lo enterraron con una sonrisa en el rostro. Una enfermedad no especificada se le metió por los huesos y fue torciéndolo como una parra hasta endurecerle el corazón y los pulmones dejándolo seco, en posición fetal, sobre la misma cama y en la misma casa donde había nacido. Podría haber sido millonario. Pero era, la última vez que lo vi con las rodillas encogidas tocándole el pecho, la imagen del retorno: un pobre bebé de ochenta kilos.
Profesor de historia, único doctor entre los médicos del pueblo y presidente de la cámara de legisladores de la provincia, fue considerado por algunos un tonto sin remedio al no haber amasado una fortuna, mientras para otros un altruista incomparable por atender a la mitad de sus pacientes gratis. Sé por Gustavo, que el hermano de su padre, o sea su tío, llegó a reprocharle no haberse quedado con el uno por ciento de los subsidios que había entregado como legislador porque el uno por ciento — que eran unos cinco millones de dólares — , no mete preso a nadie. Amaba leer, coleccionar vinos, mujeres y lucirse, de pie y con maestría adolescente, tocando siempre las mismas cuatro canciones en la guitarra.
En la funeraria intentaron borrarle la sonrisa frotándole los pómulos. Aquel destello de júbilo previo a la oscuridad era una cucharada de vinagre para el cura y desentonaba con la muerte, pero ese gesto rebelde y angelical iluminando el velorio resplandece todavía en mí como una luna en medio de la noche por ser la misma de cuando nos llevaba a pescar, saltaba la tranquera, y colocándonos las manos debajo de las axilas nos pasaba uno a uno hacia ese otro mundo donde entre flores y enredaderas comenzaba a trepar el monte. Nos colocaba unas cintas en la cabeza que siempre llevaba en el bolso para adornarlas con plumas y mariposas encontradas camino a la laguna, fabricaba arcos con ese hilo resistente usado por los albañiles a las que atravesaba un trozo de hojalata en la cola para darles dirección, y nos contaba historias de indios (donde la cicatriz debajo de su enorme barriga resultado de una operación en la apéndice se transformaba en un flechazo en plena batalla), ¿cómo olvidar el barco con eslora de metro y medio, vela roja y timón con camarote al que nos asomábamos guiñando un ojo? Se había tomado el gigantesco trabajo de recortar milimétricamente el diminuto mobiliario, cada lonja de piso parqué y colocado, de remate, unos cuadritos de Van Gogh en las paredes. Fabricado con madera balsa y una plomada atada a la aleta central para conservar el equilibrio, le anudábamos una línea de veinte anzuelos, le dábamos tanza, y nos íbamos a nadar lejos bajo el sol de la tarde o a tirarnos barro podrido arrancado del fondo.
La hermana de Gustavo, en cambio, se quedaba con el padre en la orilla preparando fuego para cuando regresara el barco. La fascinación de la mayoría de las niñas depositada en el padre la hacía vivir aferrada a su cintura, y desde el agua daba la impresión de que el hombre se paseaba con tres piernas. Su broma era decirnos que si tuviéramos que vivir de la pesca moriríamos de hambre, y finalmente asaba un pollo traído a escondidas en la heladera de mano. El resto del día, tirábamos la caña.
La estridencia de su risa en el hospital inter zonal donde oficiaba de director es evocada como una bomba cayendo en medio de un bautismo por soltar la carcajada en mitad de una operación o en la sala de terapia intensiva. Enemigo de las metáforas y los giros retóricos a la hora del diagnóstico, incapaz de adornar un tumor con alusiones a una alteración en los tejidos porque siempre es mejor ver cómo la enfermedad evoluciona, era crudo y clínicamente frontal: señora, usted tiene cáncer. No es sinónimo de muerte, pero usted tiene cáncer.
Quizá por eso cayó repentinamente en una enfermedad para cuyo dolor, al igual que para describir la risa, no se han encontrado palabras. Una enfermedad tiempo después del accidente en la carretera de su otro hijo Oscar, cuando hace veintitantos años el auto que manejaba también reventó una rueda y volcó, demorándose dos veranos en salir del estado vegetativo con su madre junto a la cama cada hora de cada noche, día tras día. El padre de Gustavo, quizá por ser médico y conocer al detalle qué era lo que le ocurría a Oscar, somatizó esa enfermedad tiempo después.
Entonces yo saco la cuenta. ¿Por qué existen familias a quienes les ocurren tantas cosas y a otras nada?
¿De dónde proviene esa inequitativa distribución del dolor?
¿Quién regula la balanza? Y entre el accidente de su hermano Oscar, la enfermedad terminal de su padre y el vuelco sufrido esta tarde por su hermana Lucía en la ciudad de Las Flores, veo a Gustavo seleccionar una canción, sonreírme guiñándome un ojo y me pregunto cómo hace para sufrir así, alegremente. Porque de nuestro grupo de amigos, es además, quien más sonríe.
Gustavo pone primera en la caja de velocidades, pisa el acelerador, y el auto rasca el asfalto con las ruedas delanteras trepando hacia la izquierda y la tranquera vuelve a desaparecer. Por las hendijas de ventilación entra olor a zorrino y más adelante vemos un pedazo de cuero sobre una mancha de sangre deformada por huellas de neumático. Cuando el disco del estéreo termina, escuchamos el zumbido del motor y permanecemos un rato así, en silencio, hasta que Gustavo enciende un cigarrillo y abre la ventanilla.
–¿Te molesta?
–¿Qué fumes, o que me preguntes si me molesta cuando ya lo encendiste?
Gustavo vuelve a mirarme y a mostrarme los dientes.
–Las dos cosas.
–A la música que estábamos escuchando prefiero este humo.
Abro la guantera. Hay discos, una bolsa con anzuelos y una caja de primeros auxilios con condones, gasas y una linterna.
–¿Hace mucho dejaste?
–Dos semanas y tres días.
–Contado con esa precisión, pareciera que acabas de salir de una mujer. Yo quisiera.
–Bueno, querer es poder. Si quieres dejarlo, promételo. Júralo por algo o alguien en voz alta. Una vez pronunciado, ya no puedes traicionarte a ti mismo. Yo juré por mi madre no volver a ponerme jamás un cigarrillo en la boca.
–¿Y cuántos fumabas?
–Uno cada tres días, dos.
La carcajada de su padre le sale a Gustavo por la boca enredándose con el humo.
–¿Y entregaste a tu madre por un cigarro cada tres días?
No le devuelvo la gracia y me pregunta si no tenía deseos de acompañarlo, si ya me contaron cómo fue el accidente de Lucía.
–Algo, lo pasaron por la radio. Reventó una rueda delantera, ¿no?
–Una cubierta reparada. En transportes públicos están prohibidas. Incluso los camiones, cuando las usan, solo es en la parte de atrás, donde van acompañadas de otras ruedas. El ómnibus venía del sur, ya había hecho mil kilómetros. Eran las dos de la tarde, cuarenta grados de calor. El asfalto a esa hora está en llamas. Volcó y se fue al agua. Murió un bebé de dos años. Yo me pregunto en qué playa de qué país estarán los dueños de la empresa en este momento. Para eso pagan un seguro. Ahora, fíjate bien. Lucía se sube a un transporte y revienta una rueda. Mi hermano Oscar se sube al auto una tarde y revienta una rueda. Dicen que nada pasa porque sí. Pero las coincidencias en los accidentes, ¿por qué ocurren? ¿Crees en Dios?
–En Dios me cuesta. En Jesús, sí.
– Un bebé de dos años. ¿Quién explica eso?
– ¿Y que tu hermano Oscar y tu hermana Lucía se hayan salvado?– digo. La luz de frente de un auto lo obliga a parpadear.
– ¡Mira éste imbécil!, no es capaz de bajar la luz larga. Entre los que manejan escribiendo por el celular y éstos… Adivina por qué se salvó Lucía. Mi hermano Oscar cuando tuvo el accidente volvió a nacer, pero adivina por qué se salvó Lucía.
No le respondo y continúa, haciéndome pensar que en realidad no estoy allí. Que en ocasiones, semejante a fantasmas, estamos sin estar.
–Porque se cambió de asiento. Increíble. A ella le tocó el asiento ocho, detrás de una mujer que fue maestra suya, que viajaba con la hija y se mataron. Pero mi hermana a mitad de camino se cambió de asiento porque quería terminar de escribir una historia, un cuento que se llama Hombres. Lucía escribe, ¿sabes? Y vio que la mitad del ómnibus estaba vacío y se fue para atrás. La salvó la literatura, parece. Abrió la computadora, puso un diccionario sobre el asiento del acompañante, y a la media hora el ómnibus volcó. Lucía se agarró del cabezal de la butaca que tenía adelante, fue instintivo, pero a más de cien kilómetros el ómnibus golpeó contra el asfalto y se fue al costado de la carretera, donde había agua. Por lo que le contó a mamá después de que la llamó por segunda vez, pues la primera intentó hablarle desde un teléfono que un camionero le prestó pero no logró sacar una sola palabra debido al trauma, lo primero que se le cruzó a Lucía por la mente al ponerse de pie fue dónde estaría la computadora, la historia que venía escribiendo. Increíble, ¿no?, lo que es la conexión de la mente con lo que uno ama. Pero de inmediato dijo no, las personas. Salió por una ventanilla y saltó a tierra. Parecía un atentado, había hombres y mujeres regados por todas partes. Cuerpos rojos, piernas dadas vueltas. Dice que un tipo caminaba sin un pedazo de nalga. Volvió a entrar, fue hacia la parte de atrás del ómnibus, y con otra mujer patearon el vidrio trasero para que los demás puedan salir. Se quitó la blusa porque la parte de atrás al arrastrar contra el asfalto y el pasto había desaparecido, y volvió a entrar al ómnibus. Oía gritos. En la espalda, por los vidrios y el golpe, sentía arder un fuego. Caminó, pero a mitad de pasillo el ómnibus se hundía y avanzó pisando en las separaciones de las ventanillas. Un hombre boca abajo sacudía una pierna, atrapado. Lucía se agachó y le pasó una mano debajo de la frente para sacarle la cabeza afuera, pero tenía una de las separaciones a la altura del cuello, otra de la cintura y no pudo. Regresó hacia atrás, y en el camino vio la computadora con la pantalla partida y la mitad del diccionario. Todo esto se lo contó a mamá.
–¿Y para dónde iba?
–Rumbo a la capital, a iniciar el trámite de divorcio en la embajada. Porque ella se casó en Alemania para poder quedarse.
Lo miré. Hasta ahora, pasados tantos años, no había intentado reconstruirme el rostro de Lucía. De niña y hasta entrada la pubertad, en esa confusa etapa en que las niñas al jugar se parecen naturalmente un poco a los niños, Lucía era el calco de Gustavo. La frente amplia, el pelo negro y los ojos castaños tornasolados de verde en épocas de lluvia, vivía sorbiéndose los mocos de tanto andar sin abrigo. Era espigada, sensible y de huesos fuertes por haber tomado la teta hasta casi los tres años.
–Es tristísimo lo que le ocurrió a mi hermana. Triste y patético. Te lo cuento ahora en el camino para evitar cualquier conversación delante de ella. Lucía debía renovar su residencia de trabajo. El motivo por el que migración rechazó su residencia en verdad no lo sé. Todos los pedidos de renovación de residencia que entraron esa semana fueron rechazados. Coincidió con las elecciones políticas del país y la salida del presidente, o algo así. Esperó que su pareja regresara del trabajo y le dio la noticia. Había evitado casarse en estos años pero ahora no tenía más opción, y acordaron conversar la noche siguiente, después de comer. Lo esperó hasta las dos, se fue a la cama, y su pareja llegó a las cuatro de la mañana y se durmió ebrio y en otro cuarto. Logró sentarlo al día siguiente a tomar un café. Pero en lugar de tratar el problema de Lucía, su pareja se le adelantó.
–Me voy a vivir a Francia en diez meses. Tengo trabajo.
Lucía parpadeó, como si un auto la encandilara de frente sin permitirle ver la cafetera delante de sus ojos. Tomó aire y respiró por la nariz, intentando echar afuera la presión que le provocaba en la sangre aquel golpe en los oídos.
–Disculpa, ¿por casualidad has visto la cafetera? ¿Cómo dices?
–Que tengo una oportunidad de trabajo en Francia para el próximo año.
Abrió un cajón de la alacena y se quedó mirando. Una antigua colección de discusiones y caprichos vividos en el último año se agolpó delante de su cara, semejante a cuando de niña tomaba sin querer por la calle de una juguetería.
Contó hasta tres y levantó la vista.
–Disculpa, cielo. Estamos aquí sentados para conversar acerca de mi problema. Es grave. O nos casamos, o me sacan del país el próximo mes. Anoche llegaste borracho y te acostaste en otro cuarto. Ahora nos sentamos y me sales con que te vas a ¿Francia?, en diez meses. Lo mío es ahora y no porque yo quiera.
–Tengo una oportunidad de trabajo allá. Puedes venir conmigo– dijo su pareja esta vez, acalorado el rostro y las orejas.
–Mira… voy a serte breve y sincera. Yo no voy a ir a Francia. Podría decirte que sí ya sabiendo que no voy a hacer eso, no tengo trabajo allí, y no ando por el mundo como un globo en las manos del viento. De casarme con otra persona porque tú, que eres quien cada noche haciendo el amor me dice te amo ahora resulta te niegas a tirarme un salvavidas… bueno, creo que yo sería indefectiblemente una imbécil si no me separara de ti de una vez y para siempre. Porque de esta oportunidad de trabajo no te has enterado hace tres días. Lo vienes pensando hace meses sin mencionarlo jamás, durmiendo conmigo cada noche y me lo lanzas ahora. ¿Sabes lo que eso significa? Y te hablo sin gritar, porque me has quitado cualquier fuerza. ¿Cómo te sentirías estando en mi país conmigo bajo un mismo techo y haciéndote yo esto? Conociéndote, mínimo, me insultarías. ¿Qué diría tu madre? ¿Y tus amigos? Mira, te vas a arrepentir. Porque me amas pero me estás poniendo a prueba. Con tu histeria y manipulación, me estás poniendo a prueba. Ahora me ves parada frente a ti, pero sólo cuando las personas desaparecen comenzamos a verlas. Puedes irte a Francia, Grecia, recorrer el mundo, pero eso no resolverá tu problema, que es más profundo, vivirá en tu cabeza si es que aún te queda algo de persona…
Gustavo enciende otro cigarrillo y yo bajo otra vez la ventanilla. El viento, cortado por el vidrio a ciento treinta kilómetros por hora, comienza a purificar el aire. Los autos pasan de frente zumbando uno a uno. El camión que tenemos delante obliga a Gustavo a echar la cabeza hacia el borde del parabrisas para ver y yo pienso en que no hubiera querido estar en la procesión de Lucía. En que he sido injusto infinidad de veces con las parejas que he tenido y otros amores me han defraudado, pero nunca de un modo tan cruel. Vivir en pareja y que te den semejante golpe. Separarte y tener que buscar otro lugar donde vivir en un país donde no naciste mientras procesas la ruptura y te casas con otra persona. Mi mente viaja hacia Lucía en otra tierra, y un frío me recorre los hombros como una brisa de amor burdo. No puedo imaginarlo sin ponerme violento. Rompería la mesa, algo. Y se me cruza, al atravesar un puente y un arroyo, la imagen de una serpiente que encerramos con Oscar y Gustavo en la caja de pesca luego de sorprenderla detrás de un arbusto y más tarde, al abrirla, había vomitado una pequeña rana.
–El control migratorio es fuerte, además de una entrevista, debes convivir, compartir una casa. Eso lo investigan. Se acercan al barrio, incluso hacen preguntas a los vecinos. Y Lucía se casaba o debía regresar. Y sucede que después de vivir cuatro años en otro país la vida no se desarma de un día para el siguiente. Se separó de su pareja sin llevarse siquiera la heladera y el microondas que había comprado. Entonces se casa con este muchacho amigo suyo y viven juntos. Pero el muchacho se enamora e intenta varias veces meterse en su cama, empiezan los conflictos, las discusiones cotidianas travestidas de excusas. El divorcio, entonces, fue inminente. ¿Pensaste alguna vez en que nunca terminamos de conocer a las personas? Así conviva uno treinta años, nunca se llega a eso, definitivamente. Porque esa pirueta que le hicieron es una extorsión. Creo se trataba, al final, de ese tipo de personas que necesitan de un puñado de amigos a quienes hablar mal de su pareja pero después regresan a la casa y hacen el amor. Porque imagino más de un amigo de su pareja debería saberlo. Mira, cuando Lucía se fue de este país hace cinco años, en el aeropuerto, antes de partir, me abrazó olfateándome el cuello. Como lo hacían mamá y papá, que solían tener la costumbre de llamarnos, hacer una ronda y abrazarnos. Huélanse, tóquense, decían. Ella me besó en la frente.
–No hay motivo para estar tristes, Gustavo. Me estoy yendo feliz y por mi propia voluntad, por lo que no me guardes lástima que la lástima es el peor de los sentimientos que se puede tener a una persona. Mira, y que si un día cualquiera mamá enferma yo seré la primera en estar aquí. Puedes estar seguro de eso. Que los que se van, nunca se van.
Años, veranos, ¿dos décadas, acaso sin vernos? Desde mucho antes de que Lucía se fuera del pueblo a estudiar y después a vivir a otro país. Aunque no lo suficiente como para borrar de las calles del barrio a la única niña metida siempre entre varones, defendiendo a golpes de puño a los sapos apedreados a quienes les abríamos la boca con un palo para meterles un cigarro prendido y hacerlos fumar hasta reventar o encontraba (porque siempre vio lo que a nosotros nos pasaba desapercibido), algún cachorro al que cargaba en brazos mientras las garrapatas y las pulgas le trepaban por los hombros.
Apareció en silla de ruedas traída por un enfermero. Un ambo gris paloma desde el cuello hasta las rodillas, levantando el suero como si se tratara de un trofeo o un pedazo de agua encontrado en el desierto. Sobre la falda, un libro. Cuando sonrió, el hematoma de la mejilla izquierda se levantó cerrándole un ojo. Y por esa sonrisa supe, a pesar de los vidrios clavados en la espalda impidiéndole apoyarse en el respaldo y ese hombro violeta que vería después, que en algún rincón, en alguna vértebra o recuerdo físico imborrable por alguna caricia, su padre permanecía entre los hermanos.
Sonrió hasta entrar en la sala de tomografía cuando le pidieron sacarse el ambo, y durante unos segundos me sostuvo la mirada como preguntándome si no había pescado nada en todos estos años, o acaso había viajado hasta Las Flores solo para verle las tetas, sacándome la lengua y arrugando la nariz detrás de su padre mientras revolvía el fuego con una rama y desde lejos me llegaba el grito aflautado de Gustavo llamándome desde el agua. Y al entrar su nariz y su boca en la opaca circunferencia dibujada por la única lámpara de la sala, vi a Lucía atravesando el confuso umbral de la niñez. Como un rayo en forma de árbol ilumina un animal solitario y salvaje en mitad de la noche. Vi un sol, una mujer y un fruto, y que nosotros habíamos viajado por el tiempo pero el espacio había estado siempre ahí, como un cielo cruzado por mil pájaros o la sombra de los árboles tatuándose en las profundidades de un río. O fue a través de su cuerpo inmortal contra el fondo verde de la sala de radiografías que vi ese otro cuerpo frágil y plano bajo su rostro de estatua y sus mejillas rojas asomándose a no sé qué recuerdos coleccionados en mí como piedras a orillas de una laguna; su espalda estrecha crecía a la altura de los hombros y volvía a colarse en la hendidura de mi pecho semejante a un pez feliz retornando a su cueva.
–Dese la vuelta– ordenó el médico. –Hay un leve traumatismo en el hombro izquierdo, y no puede dormir durante las próximas veinticuatro horas por cualquier golpe que se haya producido en la cabeza. De haberse cosido la herida más grande que tiene en la espalda, en unos años sería menor. Ahora ya no conviene, puede haber entrado una infección y eso significaría volver a abrir.
Lucía gira la cabeza dejando ver el golpe en su ojo, parece reaccionar tarde a las palabras del médico. ¿En qué pensará? La trenza oscura semeja un sendero en medio del campo. Sus omóplatos una mariposa. ¿Acaso la premeditada estupidez de su ex pareja sobreviviría en aquella cicatriz hasta morir?
Ya en el auto, ninguno habla y Gustavo pone música. El hilo de la carretera arrojada sobre el campo me ha dado sueño. Atravesamos una pequeña ciudad amurallada por las paredes de algo que podría ser un cementerio, y una fila de álamos negros barriendo estrellas con sus ramas me sugiere el indolente sadismo de quienes amorosamente torturan sin conciencia. Las invisibles consecuencias de este azaroso dominó al que jugamos con una mano propia y otra ajena. De haber acompañado a Lucía hasta una oficina de un registro civil para firmar un certificado de matrimonio, de haber tenido ese gesto aquel hombre con quien compartía la mesa, la cama, el cine y los parques, se hubiera ahorrado de casarse con otra persona para quedarse en el país, jamás hubiera puesto un pie en el ómnibus y volcado camino a la embajada, en su vida hubiera visto lo que vio ni estaría yo mirándola ahora por el espejo retrovisor, encogida en el asiento trasero con el cuerpo de costado por los cristales en la espalda, los ojos atravesando la ventanilla y las nubes desgarradas sobre el paisaje borroso y fugaz, abrazándose las piernas enfundadas en un pulóver gris regalado en el hospital con los pies descalzos salpicados de gotitas de sangre sobre el asiento, junto a su computadora y el diccionario roto. Descubriéndome de pronto, sacándome la lengua.
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