Por Fernando Bianchi
Hoy nevó, después de diez años. Y semejante a una sombra que antecede a la figura, antes de abrir los ojos ya estaba pensando en Laura. El frío en esta zona del país es tan cruel, que el viento le parte a uno la cara sin concederle la ternura de observar el hielo paseándose por los aires; las cañerías de los patios se congelan, los charcos se petrifican junto con las ranas, y los niños, que salen de su casa rumbo a la escuela con el pelo húmedo, deben escuchar por un buen rato a los profesores con escarcha en la cabeza.
Vivo en el Barrio Hipódromo, donde la noche es arañada por los gritos y tacones de las prostitutas y niñas sin nombre traídas por los pelos desde las provincias del norte. Los cuidadores llevan los caballos al amanecer con un sonido de besos, modo muy paisano de conversar con los animales grabado en todos los hombres, y el sonido a castañuelas de los cascos contra el asfalto recorre la mañana hasta bien entrada la tarde, hora en que un grupo de jóvenes, agazapados en esquinas rotas detrás de la avenida principal, garrapatean anécdotas alrededor de la cocaína, revólveres y golpizas después de muerto el domingo de fútbol.
Conozco esas charlas porque alguna vez fui uno de ellos. Es más, creo que a mi madre la mató el cáncer, pero más la angustia de verme, según lo que ella decía, aunque no lo comparto, sufrir. La noche anterior al coma inducido ocupó el poco aire que podía inspirar para referirse específicamente a Laura: no la pierdas, Julián, ni se te ocurra hacerla sufrir, por Dios, esa chica tiene la mirada etérea.
Conocí a Laura durante aquellos últimos seis meses fatales. Ella era enfermera en el hospital quirúrgico. Siempre me perdonó las salidas con otras mujeres, confiada en que pronto iba a elegir y quedarme con ella, pero ese día nunca llegaba, y fue sólo después de lo ocurrido a mi amigo Fabio que Laura se convirtió de verdad en mi refugio. Pero ahora Laura no está, y desde la cama observo el esqueleto del pequeño árbol en el balcón trepando por el cielo, junto a dos pájaros con la cabeza bajo sus alas cubriéndose del frio. Esconden la cabeza por miedo a mirarse a sí mismos o para no verme de este lado de la ventana, yo los observo, desplumados contra un cielo parduzco confitado de nieve. Pájaros sin cabeza en el esqueleto del árbol.
Cada noche me acuesto a ver nuestros registros caseros, a escuchar las palabras de Laura grabadas y he vuelto, con su ausencia indefinida, a las jeringas. A no comer. A pensar en cómo la soledad del hombre puede convertir la pureza de la nieve, en un puñado de sal cayendo sobre el césped donde gime y pasta el animal del amor para dejarlo morir de hambre. Mi registro preferido, de hecho, es aquel donde me habla a la cara. Las rodillas a la altura del mentón y las uñas rojas sosteniendo la sábana, como un racimo en un jardín pálido a la altura del cuello, ya irrecuperable.
–Mi torito, mi torito cinematográfico con dientes en las pestañas. Me miras y me comes.
Esa era Laura. Pintándose los labios y poniéndose perfume detrás de las orejas no para salir, sino para meternos a ver una película en la cama.
Junto con los cascos de los caballos, escucho los ladridos de mis perros en el comedor. Y pienso, entonces, en una escena campera o un desfile. Ladran felices del otro lado de la puerta. Como si uno al dormir cada noche muriese y al amanecer resucitara. Un leve cambio en mi respiración o el menor movimiento de sábanas bastan para que peguen el hocico a la puerta y empiecen a resoplar. Soy el torito de Laura acechado por los perros, mis perros buscándome como si estuviera perdido, empecinados en meterme dentro de la nariz y guardarme en el cerebro. Pero lo cierto es que ladran con una felicidad como brotada de un estanque en medio del campo de donde emerge, con su mirada de felicidad melancólica por los momentos vividos, Laura. Otra imagen: los perros salpican la mañana con ladridos del mismo modo que los peces pican la superficie del estanque en busca de aire, similar a lo que empezó a ocurrirme por las noches desde que empezamos a vernos los fines de semana.
El año pasado Laura ingresó por fin a la facultad de medicina de la Capital y debió mudarse, cansada de ser rechazada en las pruebas de ingreso de la ciudad y graduarse de radióloga, instrumentadora quirúrgica y masajista con tal de no regresar al pueblo de donde veníamos. Pasamos de dormir juntos cada noche, escuchar música y conversar bajo las sábanas a la luz de una vela, a vernos los sábados, domingos, o fin de semana por medio.
No puedo explicarme sin embargo por qué este viernes blanco amanecido de nieve sentí como nunca, comparable sólo al fuego en el brazo después de la cocaína corriéndome por las venas, su calor en el cuerpo. Y de repente me di vuelta en la cama, con deseo y también miedo de que ella estuviera ahí, pero sólo encontré la pared y el recuerdo de Laura con su delantal acabada de llegar del trabajo, sin ropa interior llevándome de la mano hacia la cama en medio de aquel domingo lejano de nieve, el pelo oscuro en el ventarrón de la noche blanca, su raya tibia y larga como un tajo en el centro de la luna, como una cinta cinematográfica para este jinete rojo, para este torito cinematográfico transpirando al galope bajo las sábanas hasta llegar a la cima, juntos, a orillas del desmayo. O quizá porque al ver cruzar la nieve pensé en su delantal. Entonces me levanté y abrí la ventana.
Desde el último piso del edificio, la manzana era un pastel adornado por caballos diminutos. Desfilaban por los bordes, como en un ritual. La ciudad, entera, vestía de novia y la realidad, congelada, transcurría como una película producida por el azar sobre cintas cinematográficas. Dios, pensé, no es más que una cámara. Diez años sin nevar hasta hoy, en nuestro décimo aniversario con Laura y a cincuenta kilómetros uno del otro, no puede ser casualidad. Por lo que antes de ir al baño decidí buscar la Súper Ocho y tomar un registro de aquella postal de invierno; de lo que entonces me pareció una metáfora de la celebración y, por qué no, de nuestro inevitable ocaso.
Hacía meses los dos, cada uno por su lado sabía que era necesario terminar. Sólo que al igual que cualquier amor con la raíz sumergida en la temprana edad, lo que se teme perder con el tiempo compartido es un terrón de infancia. Como una muñeca a la que de pronto se le arranca una pierna o un oso de peluche endurecido por las babas del ayer que nos negamos a arrojar a la basura, nuestra relación con Laura era un tesoro que desde niños habíamos decidido conservar en un cajón, semejante al acto de arrancarle vivo el corazón a un ave con dos dedos y conservarlo sobre la palma de la mano en pleno invierno. Pero ya no éramos los mismos, no latíamos al mismo ritmo y la nieve, aquella mañana, fue como sintomática no sólo de su ausencia, sino de aquel trastorno amoroso, un tanto infantil.
Yo creí que estudiaba teatro. Siempre me llevé bien con las actrices. Son muy concretas. Con su modo saludable de canalizar la histeria, digo, algo que el mundo entero debería hacer.
¿Qué artista no sueña con aplastar inútilmente, o cuanto menos dejar una huella en el alma?
Te besan en un puerto y brincan frente a las estrellas para después saltar al mar de la noche y desaparecer por siempre, en lugar de acostarse contigo en cualquier casa de ocasión hasta que matan tu amor al interior del propio útero. Pero que Laura estudiara teatro fue mí fantasía. Como en otro tiempo fue una realidad que mi muchacha estudiara música y tocara el instrumento en tetas parada sobre el colchón a las cuatro de la mañana mientras yo, la verga como un violín, copa de vino en mano y mojándome los dedos, le salpicaba el cuerpo con gotas de ciruela. Laura estudiaba medicina. Soñaba con curar, y su urgencia ambulatoria por curar a los niños, a cada uno de los niños me enfermó.
Su vagina anestésica en los dolores de mi ombligo haciéndome parir mariposas, de mi niño nostálgico alimentándose antes de ser escupido a las oscuridades del mundo; comiéndome el niño con la boca de abajo y con su mirada etérea, madre, el corazón.
Lejos de la cocaína y a kilómetros de los puertos. Atrapado en el hospital de la fantasía sin más droga que el amor. Realmente. Con la intuición en el centro de la mano, un ojo de gato en cada dedo y una oreja de ciervo en cada poro, fue ella quien una noche me apoyó el oído en el corazón.
–Un soplo.
–¿Qué?
–Que tenés un soplo en el corazón. El corazón te mueve el cuerpo.
–¿Me mueve el cuerpo?
–Si. El corazón te mueve el cuerpo. Cuidado, Julián. Puede escapársete el alma.
Laura soñaba con sanar niños para que después esos niños pudieran ser músicos, actores, ciclistas o nadadores mientras yo, en las plazas, me fumaba el tiempo y los árboles rodeado de hippies que tardaban cuatro semanas para aprenderse una canción de tres acordes, se metían a estudiar psicología, periodismo o abogacía como yo, cineasta frustrado, para después pasarse diez años detrás de un escritorio a la espera de cumplir cinco años más de ejercicio en el cargo, con el único objetivo de conseguir una semana más de vacaciones y lucir, comiendo churros durante veintiún gloriosos días en alguna playa del país, las várices en los tobillos reptando como sanguijuelas; nenas con dinero de papá para quienes el arte era un hobby que les chupaba un ovario, creídas bailarinas o murguistas sin elongación tirando patadas al aire que soñaban, entre el humo de la marihuana, con conocer Europa por el tímido rechazo inconfesado de desprecio al indio y al propio país humillándose, sin saberlo, a sí mismas
¿Sabías que los españoles cuando llegaron a América tenían que usar lupa para poder ver los detalles de la orfebrería del Perú? ¿Sabías que para que haya mucho en un lugar tiene que haber poco en otro? Esa, era Laura.
Más de una vez consideré reducir a cenizas los registros caseros junto con las cartas. Pero los he visto tantas veces, que las imágenes de las palabras y los símbolos desprendidos de su voz son astillas clavadas en los ojos luego de explotarle a uno un farol en el rostro. Cada parte de Laura se encuentra impresa de tal modo en el alma, que así las haga desaparecer materialmente, mentalmente ya no puedo deshacerme de ellas. Salvo en los amnésicos, para quienes la vida es muy corta, cada pormenor, cada transición incluso de detalle a detalle se deposita por siempre en la memoria. La realidad material es más fácil de destruir que la fantasía y la ilusión, sensual e indomable, atraviesa lagos y bosques inexistentes detrás de infinitas montañas. Un hombre fantasea con el edificio de un hospital, más tarde lo construye. Una mujer sueña con un viaje primero y en segunda instancia lo concreta. Sin ilusiones, no hay realidad. Un hijo se sueña, luego existe.
Sin deseo puede haber sujeto, más nunca persona.
Las personas no somos conscientes de esto porque el vivir transcurre la mayor parte de nuestras vidas en un proceso inconsciente; nuestras más grandes decisiones las tomamos de manera involuntaria, el dolor antecede a las adicciones como el deseo antecede al amor, y el motivo por el que decidí separarme de Laura ahora con el tiempo, tarde, puedo verlo y reparo en él. Laura era demasiada mujer para mí. Me llevaba un par de años y cabezas de distancia y tuve miedo. Miedo al fracaso. Igual a la estampida de un conejo premonitoria a un alud de nieve, la frase de mi padre de que el problema de ustedes es que se conocieron demasiado jóvenes, ahora cae sobre mi cabeza con el peso de una cordillera. Pero existen elecciones de las que no es posible regresar. Un gran amor, la amistad, la cocaína. La muerte.
El motivo de por qué un hombre decide empezar a convivir con un recuerdo de mujer en lugar de con esa mujer está más allá de mí. Las evocaciones del corazón son tan tercas, que no hay voluntad cerebral que pueda espantarlas. Lo emocional es fantástico, me dijo Laura una noche. Es animal y absoluto. Y lo material y racional un accesorio humano, acaso un accidente. Y me devoró, como el dragón a la princesa. La cabeza del hombre, ya lo sabemos, es difícil de controlar.
Guardo otro registro audiovisual de ella. La memoria de un viaje a otra provincia en vacaciones. La noche de nuestro primer aniversario tomó la Súper Ocho, la colocó sobre el televisor y acercó un ojo al lente. En el video aparece su ojo izquierdo parpadeando todo el tiempo mientras habla, como si quien hablara fuese el ojo. Hola, soy el ojo femenino de tu corazón y voy a contarte a vos, desmemoriado por enamorado, cómo y dónde nos conocimos. Y me regresó a un mediodía de carnaval, tierra y papelitos de colores. Hombres debajo de cueros y cabezas de cabra danzando como demonios. Mujeres despeñándose por el rostro de las montañas con vestidos acuarela y tetas de cobre pariendo al sol, flores de sal brotando desde abajo de las rocas. Escaleras al cielo talladas sobre cerros de siete colores desfilando detrás de capillas de barro, y un santo en madera con cara de niño muerto que salía a tocar una campana al dar las doce. Me habló de cómo ella percibía que yo la rondaba en esa fiesta de harina y polvo sin poder adivinar en realidad que era yo el acechado. De un bar de puertas torcidas, achicharradas por el sol y dentro, como en un vientre naranja inflamado de olor a cebolla y candelabros, un hombre y una mujer con máscaras tocando música que íbamos a escuchar noches después, rodeados de velas eternas y vasijas de mil barros en otro restorán fantasma del que nos sacaron por la puerta de atrás y nunca más pudimos volver a dar con él. De cuando nos quedamos de la mano en una esquina viendo cómo la flor del cactus se cerraba con la luna dentro. De un río donde por las noches las vírgenes hacen el amor con las brujas y de ella, de Laura, rezando por nosotros en El Cementerio de las Guitarras.
Así era Laura. Capaz de vincular con una sencillez atroz los sucesos en apariencia más desconectados.
–El santo ese del reloj con cara de niño muerto que sale de la capilla se parece a tu amigo Fabio.
Yo me reí. Pero los imprescindibles, siempre se van. Nos separamos definitivamente una noche después de la nieve, y cinco años más tarde, realizándole una extracción a un paciente con Sida, a Laura le saltó sangre en el ojo. En ese mismo ojo guardado en una cinta de video. Fui a verla al día siguiente. Todavía lloraba del susto por los dos ojos, y por ese tercer ojo de intuición propio de la mujer. Sandra, su mamá, un ángel de persona, desde principio de año estaba también con un cáncer. Se había caído de una escalera, y la sombra en el pulmón reflejada en la radiografía fue minimizada por el médico al considerarla una simple mancha producto del golpe, que terminó por crecer y convertirse en lo que en verdad era: un tumor a esta altura irreversible. La llamé un mediodía. Hablamos de su madre. Era la primavera. Después de nosotros.
–Hace cinco años estamos separados. ¿Qué vamos a hacer, Laura? El tiempo pasa.
–Ya lo sé, y yo no quiero que el tiempo pase, porque si el tiempo pasa mamá se va a morir.
Su imagen, en el revolver de mi memoria, es la de la primera tarde que me invitó a la casa. En la enredadera de mis años verdes, Laura siempre será esa muchacha junto a una fuente bordada de rosas chinas invitándome a comer uvas sentados en las hamacas donde jugaba con su madre, también había un aljibe. ¿Te acordás, Julián? Y el cielo, como agua, caía a chorros dentro del pozo. Y en el aljibe dejamos caer dos flores de no me olvides trenzadas, de seguro están ahí todavía, salimos a la calle y vimos la tierra celeste, porque ya era amanecer. Como que el cielo pasaba por el aljibe y caía sobre la tierra formando un río. En la esquina, una pareja de chicos rompía piedras en busca de figuras arqueológicas, pececitos boquiabiertos por ver la lava llegar miles de años atrás. Y los chicos te pusieron un pececito en la mano y sobre los cerros de siete colores aletearon las primeras gotas de lluvia primero verdes, después azules. Para cuando llegamos a la otra cuadra, ya la calle y la vereda estaban inundadas. Trepamos al tapial maullando, las colas al cielo, y corrimos en cuatro patas hasta saltar al otro lado de la calle. Me acuerdo que tocamos la campana de un hotel, pero no tenían lugar y volvimos por donde habíamos llegado. Era lindo nuestro pasado, y seguro los búhos que nos vieron pasar nos recordarán por siempre, porque en la cuna redonda de sus ojos durmió aquella noche el niño que algún día vamos a tener. Después nos fuimos, arreando ovejas nocturnas rumbo a los corrales de la humedad, pastando sobre los espejos que en el cielo colocan los ángeles que siembran los rosales del ayer…
Aún puedo verla. Sentada en la hamaca, me pide que saque la lengua y me toca los labios con la punta de los dedos mientras coloca una uva tras otra, ojeamos el álbum familiar y nos emocionamos como niños en un zoológico al ver aquellos chiquillos en blanco y negro iluminados de pronto por el flash, antes de crecer y convertirnos en esta especie ficticia de ternura atrofiada llamada seres humanos resultado de habernos alejado del mono, (así recitaba de pronto Laura poniéndose de pie, descalza sobre el pasto con la solemnidad de un soldado en una taberna a las once de la mañana luego de triunfar en la guerra, la boca llena de uvas, declamando lo que ella llamaba el Himno la Involución de la Especie) en que nos convertimos los adultos cuando creemos comenzar a ser personas sin lograr asomarnos nunca a ellas, motivo por el cual, ya sea por mandato social inconsciente o sentimiento de vacío, tenemos hijos.
¿Pero quién dijo que una mujer viene al mundo sólo para ser mamá? Del mismo modo la mayoría de las personas tienen por compañía un pedazo de carne con pelo al lado sólo por no soportar la soledad, por no soportarse a sí mismos, sin preguntarse nada, sin ocurrírseles jamás que darle ropa y comida a un hijo es más fácil que darle afecto, así, señoras y señores, se traen hijos al mundo.
Luego quedaba en silencio, el dedo apuntando al cielo como un lápiz, acordándose quizá de un examen, o que yo estaba ahí. Años después visité a su padre y al atravesar el patio nos vi, sentados al sol. Una de las hamacas oxidada, la otra rota, y me acuerdo que andabas sin un centavo en el bolsillo para hospedarte y caminabas hasta el borde del pueblo, un pueblo cercado de lomadas como paredes por donde saltaban cabras al otro lado de la noche. Y yo te veía, preso del amor, brillabas para mí como brilla una moneda que gira bajo la luz, rumbo al silencio donde muere la luz. Entonces te perdías en la oscuridad, buscando una piedra del tamaño de una cama y te dormías con la boca abierta, tragando estrellas. Pero una noche te seguí y te rescaté de ese altar. Debería andar el diablo con Jesús por ahí, porque había olor a sexo y a pescado.
Es tramposa la mente de un hombre cuando se enamora de la cabeza de una mujer. Por la misma puerta entra al cielo y al infierno. La nieve, febril, lo desnuda y lo abraza. Pero las cuentas y los números del termómetro se ordenan. En tanto la presencia de una mujer animal como Laura despliega la paz de una paloma desde un ala a otra ala de la casa, su ausencia convierte el hogar en una catedral en ruinas con el diablo dentro pidiéndose limosnas a sí mismo. Evocarla, incluso años después, hace que en otra casa y siendo ya otro hombre, Laura me siga trayendo el desayuno a la cama mientras repaso el álbum de fotografías con los párpados en lugar de con los dedos, un álbum que es un caleidoscopio al interior de mi cabeza, convertido ya en un carrusel de tiovivos fantasma donde giro alrededor de aquella noche cuando te llevé al hotelito ese donde yo estaba hospedada para temblar de fiebre en una cama de sábanas que olían a oveja. Sucios. El techo estaba tan bajo que hacíamos el amor y yo con los pies pisaba la madera. Recuerdo haberte chupado hasta los huesos de las ramas, y de un viejo que por la mañana tocaba la flauta con una mano y con la otra peinaba un gallo antes de sacarlo a la ventana como a un jarrón y que se ponga a cantar. Después, entre las calles de aquel pueblo marrón, oímos la siesta tejiendo un arroyo con nosotros ahí, encerrados en ese cuarto, como dos enfermos, haciéndonos cosquillas con los pies debajo de los brazos. ¿Te acordás? Nos sentamos en las plazas donde no habíamos podido besarnos por simplemente burlar el destino, las tardes amanecían y los mediodías anochecían en tanto afuera, una misa de grillos nos silbaba desde aquellos rosarios de cristal trazados en la altura. Andábamos descalzos, todavía con olor de carne cruda en el cuero, felices de la desaparición de nuestros rastros, sin más huellas que ese momento fugaz en que me mirabas, inolvidable para el viento, eras un sauce mirando con ojos de pájaro el río…
Y así, entre la evocación y la soledad, me asomé una noche por la esquina rota donde moran mis amigos rotos. Amigos de la cocaína, más que amigos. Es sabido, cuando la cocaína aparece entre los hombres, los hombres nos hacemos amigos sólo para acercarnos a ella. La cocaína es, la mejor metáfora de la amistad prostituta. Una mujer metida en la nariz a la que le quedan las piernas afuera y huye, velozmente, con el cerebro de uno en la mano y el corazón en la otra. Uno la persigue, pero nunca logra alcanzarla. Y cuando creí que Laura se había ido definitivamente para no volver jamás, volví a ella.
Dejé a un lado mis pretensiones de ser cineasta, empecé a estudiar derecho consciente de que eso me daría un salario seguro en el Estado, y me puse a trabajar en un antiguo almacén de Ramos Generales ahora convertido en bar de apostadores, jinetes cojos y viejos perdidos por el alcohol. Fue el último bar de ese tipo en la ciudad, con ventanales enrejados naciendo en el piso e incrustándose en el cielo, emulaba una enorme jaula o una pulpería traída del campo.
Fabio me visitaba allí los miércoles. Entraba con sus ojos azules, de chico con ganas de jugar, el pelo rubio y revuelto y la cara de haber pasado la noche sin dormir. Si entraba con un gallo debajo del brazo era que andaba nostálgico. Y me contagiaba. El animal era idéntico al gallo aquel donde dormí la primera noche con Laura, ese gallo que un viejo peinaba con una mano mientras con la otra tocaba la flauta antes de sacarlo a cantar al balcón. Fabio lo ponía sobre la caja registradora, sacaba la bolsa, me clavaba los ojos azules, las rejas del ventanal a sus espaldas, y con una sonrisa de payaso asesino me mandaba a traer la cuchara. Sacaba de la billetera una tarjeta para entrar con sus hijas al parque de diversiones de la ciudad, y peinaba dos rayas sobre el vidrio del mostrador.
–¿Te la tomas o te la inyectas?
–Me la inyecto.
La tarde última en que lo vi lo noté asustado, perseguido por un miedo. Una premonición.
–Yo lo único que te digo es que el día que mi mujer me abandone me voy a vivir dentro de un caño. Pero antes, muerto por muerto, me pego un tiro, y yo no tomo pólvora así que, imposible errarle. Antes te dinamito el jaulón este. Igual tranquilo, yo te aviso.
Criaba gatos siameses, heredados de su padre junto con cientos de libros, y tenía la cábala de sacar obligado una cría si alguien le regalaba un libro, o comprar un libro si nacía un nuevo gato. ¿Qué es un buen libro sino un animal?, decía. ¿Qué son las páginas de un libro sino alas? Porque no todo era cocaína entre Fabio y yo, también había emociones.
La primera noche que volví a pisar su casa después de años, conocí al Chimango. Se metía cocaína y pólvora por la nariz a la vez y confesaba tener la libertad hipotecada. Lo había sacado de la cárcel un abogado reconocido de la ciudad de La Plata a quien le estaba devolviendo el dinero «metiendo caño» en comercios y entrando a las casas, si es con gente adentro mejor, contaba con una sonrisa, porque cuando un tipo ve a la mujer o a sus hijas en calzones con un revólver en la cabeza afloja más rápido.
Yo y toda la ciudad conocíamos a ese abogado. Meses atrás había sacado de prisión a los asesinos de un fotógrafo cuyo caso ocupó a la prensa durante varios años, el periódico publicó de inmediato una entrevista donde aseguraba que le hubiera gustado defender a Hitler, y en la facultad de Derecho muchos alumnos se maravillaban con la anécdota de aquel hombre llegando a su oficina en un descapotable, entraba a su estudio y al pronunciar en inglés la palabra «luces», el salón se encendía. El perfil de hombre iluminado por la formación en la facultad de Derecho y amparado por el sistema judicial era tan claro como retorcido, y que yo peinara una raya en el mostrador donde trabajaba no me convertía en Satanás.
Además de criar y vender gatos siameses, Fabio dibujaba. Esa noche trajo unos dibujos. El más llamativo era el de un hombre arrodillado y desnudo, encadenado al sexo de una mujer y sujeto a las muñecas por dos cadenas, una a cada labio de la vagina. Fabio estaba solo con su hija de diez años esa noche, la mujer se había ido con su madre a pasar unos días a una casa de la familia en la playa y la había dejado con él. Me cuesta explicar la razón por la que un hombre sale a la calle en busca de una prostituta y deja a las hijas durmiendo con dos cocainómanos, uno de ellos recién salido de la cárcel. Si debiera explicarlo por la locura de pensar que su mujer en lugar de estar con su madre en la playa se encuentra en una casa con otro tipo, no sería suficiente. Fabio era un hombre adoleciendo de haber crecido a fuerza de ser padre siendo todavía un muchacho, incapaz de tener un mal pensamiento acerca de alguien, la mirada azul de pozo sin fondo donde caben todas las melancolías del mundo, enamorado perdidamente de la mujer con más lindo cuerpo en kilómetros y acorralado por un cordón de amigos a quienes la cocaína les roía poco a poco el cerebro, pero sabían llevarla a la par de otras actividades donde ni la sensibilidad ni el amor estaban implicadas.
–¿Vamos?– El Chimango me miró con la cabeza pegada aún dentro del plato, los ojos en medio de la nariz ganchuda, semejante a un pico, sorbiendo cocaína cortada con pólvora en busca de mayor altura.
– ¿A dónde?
–Al cuarto de la nena. A jugar con las muñecas.
Pensé en meterle un escopetazo en la cabeza. La pólvora detrás de la frente provocaría una segunda detonación, pero la cocaína volaría por los aires como la nieve, salpicándome la cara.
El sonido de la puerta nos hizo esconder el plato sobre una silla que arrimamos a la mesa, y cuando Fabio entró con la muchacha era tan parecida a Laura que me quedé helado.
La enfermedad siempre resucita en nosotros la sana conciencia, del mismo modo la muerte viene en busca de nuestra primera sonrisa acabados de nacer, entonces contamos paso a paso, titilantes, las estrellas en el piso.
Un pozo de silencio iba detrás nuestro devorando las palabras, y un poco más allá, adelante, un borracho hacía rodar un bombo con el pie como a un animal descarriado que no quiere caminar. Nuestros besos retumbaban en el parche del cielo y nos reímos, besándonos, uno dentro de la boca del otro. Ecos. Hablábamos con las bocas pegadas y las lenguas enredadas sin dejar de caminar, decías que mi voz afinaba hasta el silencio, que mi mirada era capaz de pulir las piedras, recuerdo cruzamos un puente donde en lugar de agua corrían mulas tristes, mulas con un cuello tan largo y flaco que parecían cuellos de cisnes, y cuando todas pasaron, quedó una mula pequeña que se había perdido…
Fabio bajó al rato desnudo con el pantalón en la mano, sacó una bolsa de la billetera, se tomó un tiro sin quitarse el preservativo y preguntó quién subía. Pero El Chimango estaba desmayado sobre la silla, la cabeza hacia atrás, los dos brazos a un costado de la cintura.
–No te lo puedo creer. ¿Yo me tomo un tiro y el que se muere es éste? ¿Y a vos qué te pasa? Ey, ¿por qué lloras?
–Esa chica es igual a Laura.
–La nostalgia y el deseo distorsionan y deforman todo, subí y te vas a dar cuenta que nada que ver.
Se me cruzó que Fabio podía haberse acostado con Laura, pero eso hubiera sido como que la nieve cayera sobre el África. De cualquier manera, la fidelidad, a diferencia de la lealtad, me tuvo siempre sin cuidado.
Eso fue un domingo. A mitad de semana estaba acodado en la barra a la espera de Fabio, la cuchara y el cartel sobre el mostrador con la frase «regreso en media hora» para colgar a los clientes. Su mujer apareció por la esquina corriendo, rebotó contra la puerta cerrada de la farmacia ubicada a mitad de cuadra, y fue agrandándose como una tragedia, como un cartero que lleva en la mano una carta incendiada o una guerra perdida, la boca en un grito y el rostro ausente, la puerta de vidrio del bar contra la pared haciéndose trizas, hasta tenerla frente a mis ojos gritando que llamara una ambulancia. Volvió a salir corriendo conmigo detrás, sólo que no alcancé a entrar a la casa porque la policía había llegado antes que la ambulancia. Miré por debajo de la puerta del patio. Había una escopeta en el piso. Fabio había perdido el rostro y abrazados, los dos, eran una sola cara roja. Entrado el otoño, semanas después, ella volvió por el almacén y me invitó a su casa. Para hablar. Tenía una voz aterciopelada, púrpura. Los encuentros se repitieron cada tres días hasta hacerse cotidianos y una noche, dando vueltas en torno a historias y filosofía sin sentido, se levantó de la silla derramando el café y me abrazó. De pie, la soledad y el dolor se quitaron la ropa allí mismo. Me tomó de la mano y me llevó al cuarto de arriba, donde Fabio había estado con esa muchacha tan parecida a Laura. El dibujo del hombre, encadenado, estaba pegado a la pared junto con el resto. Nos la pasamos semanas nada más que sudando, envueltos en baba. Dos presos pendiendo de la noche que cumplían el dulce ritual de conducirse a sí mismos a la cárcel del cuerpo sólo para saldar una deuda impagable. Como si el fracaso del amor pudiera taparse con la gloria de otro cuerpo. A diferencia del placer, la culpa en ella parecía no tener paz, y una madrugada al quitarme la ropa escuché al oído el nombre de Fabio. Me pidió perdón, dije que no era nada, que entendía, pero que me entendiera ella también. Me vestí apurado, la besé y salí a la calle sin la camisa. Esa misma noche nevó. Cumplíamos diez años con Laura.
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