Por Fernando Rodríguez Bianchi
Después de separarse Vicky decidió volver a casa de su madre. Ya había intentado irse en otra oportunidad, pero siempre regresaba al cuarto donde había nacido. El retorno era gradual. Primero los fines de semana para luego volver definitivamente. Por eso Sergio calculó la medianoche del sábado para entrar por última vez en el apartamento donde habían vivido juntos y llevarse la ropa y algunos libros que allí le quedaban.
Bordeó el convento convertido en escuela y eligió la Callecita de los cuentos que pasaba por el teatro La Villa. Miró el cielo sin estrellas. La luna amagaba con entrar por la ventana de los camarines. Una luz verde y el susurro de una música jazz escapaba por el pequeño rectángulo, y fue por recorrer este paisaje donde ya no habitaría que observó el barrio como a través de la lluvia, sintió las calles inflamadas bajo los zapatos, le pareció caminar sobre sus propias venas, recorriendo las arterias que por la mañana trepaba con Vicky antes de separarse cada cual hacia el trabajo hasta encontrarse por la noche; la dulce abominación de la espera que en los últimos meses Vicky había retrasado intencionalmente cada tarde, con deliberada impuntualidad.
Se detuvo en la esquina, frente al ventanal de la escuela de gastronomía, bajo el balcón de la casa donde salían a fumar después de la cena. Observaban la cúpula del viejo convento y las últimas palomas de la tarde rodeando el campanario; daban una última vuelta antes de abandonar el cielo salpicado de nubes reposadas sobre los techos de aquel verano infernal. Esperó que pasara un auto para abrir la puerta y evitar así cualquier conversación con los vecinos. Se quitó los zapatos antes de subir la escalera, recorrió el pasillo con balcón y llegó a la puerta. El corazón golpeando en el pecho, diciendo aquí estoy. Giró la llave despacio y encendió la luz.
Un hombre desnudo dormía sobre la cama, entre las sábanas color vino que había comprado hacía unos meses con Victoria. El apartamento era de un solo ambiente y junto a la cama observó la mesa donde comían. Dos platos sucios y el charco de una vela derretida. En su cabeza, vibró el silencio con un ruido ensordecedor, el gris de algo que después recordaría como la lluvia empezó a golpearle con fuerza sobre la cara, sobre sus libros ahogando las palabras, los cuadros y los muebles. Ahora eran dos los hombres dentro de un apartamento, sólo que la lluvia lo mojaba a él. Quiso golpearlo dormido hasta matarlo, pensar en matar era algo no domesticado por el peso de la ley; pensar en matar era algo normal, solo que nadie se atrevía a confesarlo.
Tomó una silla y la colocó frente al hombre, apoyándola con fuerza para que lo escuchara. Pero no se despertó. Dormía con la cabeza sobre las manos, parecía rezar. La boca sonreía junto con los ojos, el cuerpo de costado, las piernas encogidas, acabado de nacer o de hacer el amor. Quizá Vicky había salido y regresaría pronto. En todo caso él la esperaría sentado o acostado junto al hombre. Lo miró. Estaba erecto. Desde la punta, una baba caía hasta la sábana. ¿Cómo Vicky había sido capaz de haber estado la noche anterior con él en esa misma cama sin haberle pedido nunca que se pusiera un condón? Incluso en este momento podía estar embarazada. Desde la tarde hasta dormirse por la noche deberían haber estado uno dentro del otro unas cinco veces. Porque si en algo estaban de acuerdo ambos de manera declarada era que ninguno de los dos, jamás, se habían sentido mejor en la cama con otra persona. A Vicky le fascinaba eso de que Sergio eyaculara sin perder la erección. Él siempre había creído que a mayor amor mejor orgasmo, y su amor con Vicky parecía inmortal. Parecía. Porque ahora se le ocurría que cuando en una pareja las cosas no marchaban bien, incluso el sexo podía convertirse en uno de los tantos modos del desprecio. Pero, ¿y eso de no pedirle que se pusiera un condón y dejarlo que tuviera la llave del apartamento para entrar y salir de su cuerpo y de su casa cuando él quisiera? ¿Qué significaba aquello de decirle te amo al oído, lamerle la oreja igual a una madre hace con su cachorro, pero sin pedirle jamás que regresara? Si Vicky lo había echado como a un perro, no era a él a quien le correspondía volver sin que lo llamara. ¿Acaso quería confundirlo más todavía, volverlo loco? Por eso la última noche, los dos juntos y con los ombligos apuntando al techo, Sergio lo había intentado por última vez.
–Vicky, esto no me sirve, al menos a mí no me sirve.
–¿Qué cosa?
–Haber sido pareja y ahora acostarnos cada tres días. Existen otras personas para eso.
–Lo que pasa es que yo ahora estoy más concentrada en el trabajo… si uno gana más dinero puede estar mejor, hacer otras cosas.
–También es cierto que cuando ganabas la mitad de lo que ganas hoy, las cosas nos iban el doble de bien, teníamos más tiempo, y el Día de la Independencia, que es feriado, era impensable que trabajaras. A veces pienso que junto con el trabajo se te han privatizado ciertas ideas. Todo el mundo trabaja, hace sus cosas, pero las personas no esperan a jubilarse para después llevar a cabo una relación. ¿Cuál es tu idea de una relación de pareja? Quizá podamos llegar a un acuerdo.
–No sé. Cuéntame qué significa para ti.
–Bueno, para mí una relación de pareja son dos personas caminando a la par, porque si uno avanza y el otro se queda atrás, entonces ya no puede decirse que eso sea una pareja. Una pareja son dos personas sentadas en el atardecer mirando un mismo horizonte, y si de pronto uno de los dos mira hacia el costado y se distrae por mucho tiempo, el horizonte se diluye, entonces el otro se levanta y se va.
–Más que el atardecer, preferiría que esas dos personas miren juntas el amanecer.
El problema no era el trabajo, eso lo sabían los dos. El problema para Sergio era que Vicky era incapaz de pedirle que se quedara. El orgullo era su cobardía, y hacía tiempo había convertido el amor en un poder. Pero ¿y si esto era sólo un prejuicio, una de las tantas ideas más de las que él debía desconfiar?
Como el resto de los niños, Vicky había aprendido a hablar, pero con treinta y cuatro años no había aprendido aún a conversar para resolver los problemas. ¿Dónde se encontraba, entonces, la salida? No podía encontrarse en un puñado de excusas, de carácter externo y donde nadie era nunca responsable de nada. Tampoco en Vicky. Mis problemas, se le ocurrió de pronto a Sergio, son mi responsabilidad. O al menos un compromiso conmigo mismo el resolverlos al interior de mi cabeza.
O el problema, quizá, fuese el idealismo ciego, capaz de inventarse un ángel, elevarlo hasta el cielo para llegar al sol y luego arder como el diablo; su idealismo carnívoro, multiplicado en un laberinto de paredes hasta desembocar en el infierno.
–Yo soy buena– le gustaba decir a Vicky. Un juicio de valor que Sergio prefería dejar a consideración de los demás.
–Yo no, yo soy malo.
–Nadie puede ser algo que no se cree. Es mejor que empieces a creer que eres bueno– sonreía ella.
Observó otra vez al hombre. ¿Quién demonios era? Vicky no era la misma mujer que había conocido en un principio, durante la romántica dramaturgia de los primeros seis meses. Vicky, se decía. Extraño la Vicky que conocí, como si se encontrara al otro lado de un abismo. Casi llegaba a hablar solo. Y Vicky lo miraba en silencio, igual él observaba ahora al hombre desnudo, detrás de un silencio repleto de actitud.
Acercó la cara para olerlo. Se había puesto su perfume. Fue hasta el baño y se metió debajo de la ducha con los ojos cerrados. Ahí estaban, bañándose juntos, masajeándose, arrodillado él primero, ella después, frotando entre los dedos de los pies y los tobillos. La ropa interior de Vicky que él lavaba con fascinación se acumulaba sobre un rincón, húmeda, salpicada de manchas verdes. Había dos prendas colgadas de las canillas de la ducha y las frotó con jabón. Miró a Vicky bañándolo arrodillada, pidiéndole que levantara un pie y luego otro, que se diera la vuelta, las manos enjabonándole la espalda. Le hablaba con las manos, la boca entre las piernas: te amo, Sergio. Yo también, Vicky. Ayer, que en nada se parecerá al futuro, o al menos es mi deseo bajo esta telaraña de lluvia en que se nublan los cuerpos y desaparecen detrás de las palabras, quedando sólo los labios suspendidos en el aire, nuestros cuerpos sin rostro que hoy, toda la vida, serán sepultados en la derrota. Porque así desaparecen de la tierra un hombre y una mujer cuando se besan, envueltos en las trampas del ensueño, te observo ahora Vicky, desnuda e irreal, igual a un pájaro de humo en un atardecer lejano y puedo vernos, arrojados en la cama bajo la ventana abierta en una tarde de aguacero. Las gotas estallan en el marco salpicando de rocío nuestros cuerpos, tu cuerpo en la cocina sin más ropa que el delantal verde. Revolviendo la comida mientras te abrazo por detrás, tu rostro girando de pronto, dándome de probar una cucharada de comida sobre el hombro en tanto muevo mi cintura debajo de tus nalgas. Entonces tus talones en el aire y en tus ojos el húmedo temblar de las estrellas, y yo nadando en tu sexo con mi lengua de abajo que ya no acariciará tu paladar, Vicky, solo como un lobo se agita bajo dos lunas, tu rostro ahora detrás de la lluvia entregándome la boca y tu saliva como un río brotado de una caverna hinchado de peces, una correntada de mujer arrebatada y perdida golpeando en los dientes, abrazándose a mi lengua, a mi animal envuelto en tu sangre y tu cuero en busca del hijo que ya no será, el árbol y la fruta sobre la mesa del comedor, los hijos corriendo alrededor de las raíces de tus manos enredadas en las raíces de mis manos, pues ya mi semen más nunca jamás recorrerá tus flores hasta la punta de los cabellos, sino la espalda de la muerte puta y triunfal que ahora ríe la danza eterna sobre la tumba de un hombre y una mujer desaparecidos por siempre, reflejados en el cristal de tus ojos secándose ya bajo el polvo.
Lo regresó el agua fría. ¿Cuánto había pasado ahí? Usó el cepillo de Vicky para lavarse los dientes y cerró la ducha. No había toalla y se vistió sin secarse.
Cuando se mudaron al apartamento, el baño no tenía donde lavarse las manos, tampoco para descargar la taza. Lo arreglaron poco a poco. Sergio había llegado allí por invitación de ella. Se conocieron un enero y ya en febrero vivían juntos. Así, ella lograba salir de casa de su madre gracias a un trabajo en una empresa privada como arquitecta, y él de compartir el alquiler con amigos.
La primera tarde, Vicky le indicó los dos cajones donde podría guardar sus cosas. Tuvieron un pequeño cruce con respecto a cómo ordenar la ropa y Vicky le dijo que si no le gustaba podía irse. ¿Acabado de llegar y habiendo abandonado la otra casa?, preguntó él. Tenía cinco pantalones, diez pulóveres y algunas camisas. No le encontraba sentido a eso de guardar ropa que no se llega a usar en la vida, y menos después de muerto. Además, hasta el mediodía calzaba la indumentaria del trabajo en una finca al sur de la ciudad.
Salía de la casa a las cinco de la madrugada y entraba a las siete. Diez minutos tarde, pasado el toque de campana, implicaba un descuento. Los sábados por la mañana Vicky se quedaba en la cama, y un solo mensaje de texto en el celular lo hacía trabajar más feliz que un buey en celo. «Rezo porque llueva, así regresas pronto a la casa y te metes conmigo debajo de las sábanas». El salario en el agro superaba lo que pagaban por las clases en la universidad, y además podía llevarse a escondidas, junto con el resto de los trabajadores, algunos vegetales para acompañar la cena.
En invierno aún era de noche cuando tocaban la campana de entrada y él también en el camino rezaba porque lloviera, pero en lugar de lluvia siempre se encontraba con un viento venido del mar, el pelo rojo de Vicky le llenaba de sangre y esperanza los párpados, semejante a un cielo hinchado de banderas un día de verano.
Regresó del baño desnudo y se paró junto al cuerpo. Ahora eran dos los hombres desnudos por una mujer ausente. Sobre la mesa de noche notó algo en lo que no había reparado. Eran dos objetos, regalo de un ex novio. Una pequeña caja musical con la palabra Roma, y otra donde Vicky conservaba las cartas de amor de sus ex parejas. Siempre habían estado en el cuarto de la casa de su madre, pero ahora las había traído hasta el borde de la cama, durante estos días en que él no había terminado aún de sacar sus cosas. ¿Era necesario? Jamás él hubiera tenido permiso para hacer eso. Y se contestó que eso era Vicky, enredando los sucesos, seduciéndolo con la dulce espina de la intranquilidad que brota de las rosas. Diciéndole quédate pero vete. Empujándolo en silencio y sin retorno hacia lo definitivo.
Una semana atrás Vicky lo había invitado a cenar cuando ya estaban separados. Abrió la puerta con una vela en la mano, el camisón violeta con encajes y un tajo desde el inicio del muslo hasta los pies.
–Lo traje de casa de mami– dijo con una sonrisa pintada y mirando la luz, el pelo recogido dejando caer dos hilos colorados sobre las mejillas.
Se hizo a un lado, abriendo más la puerta. Sergio avanzó dos pasos y de pie, entre la cama y la mesa, recorrió el cuarto a la velocidad con que se mira un globo terráqueo. Vicky le dio la espalda y colocó la vela sobre la mesa, entre los dos platos. La vio alejarse rumbo a la cocina y notó que no llevaba ropa interior. Las cosas se resolverían otra vez en la cama. Desde el rincón, junto a la cama donde habían tejido en la vigilia y también en la oscura intimidad del sueño planes unidos por lazos de algodón, las cajas brillaron con más fuerza. ¿Por qué Vicky era tan propensa a los cortocircuitos? Cuando para Sergio comenzaba a brillar la paz, otra vez ella la oscurecía dejándolo ciego. Entonces se dio cuenta que él nunca le había regalado a Vicky un objeto con pretensiones de perdurar en el tiempo ni sería, por suerte, jamás palpable. Que cuando acabara de llevarse los libros y la ropa, de su existencia allí no quedaría nada porque el amor no es un cementerio de objetos y cajas para enterrar o encerrar los recuerdos. En cambio, existía un pasado que lo antecedía y por momentos se proyectaba hacia el futuro, cargado de pequeños cuerpos muertos. El futuro era un viejo fantasma pisándose las sábanas, un viento que lo despeinaba desde atrás deshojando las flores.
Entonces comprendió que no había retorno, definitivamente Vicky era Vicky y no tenía por qué cambiar. ¿Por qué las personas tienen qué cambiar? ¿No es mejor, aunque más difícil, desconfiar de los propios pensamientos? ¿Por qué pienso así, y no de otro modo? Hacer el ejercicio de sospechar de uno mismo como de los consejos y las malas ideas. De los consejos porque es fácil darlos, y de las malas ideas porque terminan por hacerle daño a quien las lleva en su cabeza. ¿Y cuándo un sentimiento es malo?, se preguntaba Sergio. Cuando hace sufrir. Un sentimiento es malo si al momento de leer un libro, por ejemplo, uno no logra concentrarse. Y yo me niego Vicky, a derrotarme. A recostarme en las discusiones hasta dormirme en la costumbre. Porque las personas buscamos problemas y más tarde excusas que nos justifiquen.
No sería ésta la primera vez que elegía quedarse solo más allá de estar enamorado. Jamás se está solo si uno se lleva bien con uno mismo. Cumplidos los cuarenta, a la belleza prefería la paz, y a cierta edad los cuerpos se observan como estrellas en el espacio que el tiempo se ocupa en deshacer. La paz, en cambio, era eterna. Incluso en la muerte. Jamás se perdonaría llegar a la vejez habiendo perdido años en lo accesorio. Se reconocía capaz de resistir, incluso sobreponerse a un dolor que se presentara inevitable, semejante a una enfermedad que nos cae encima sin poder hacer nada. ¿Pero sufrir porque sí, por si acaso, por las dudas, simulando estar atado de pies y manos cuando era posible luchar o correr contra la asfixia? Los buenos tiempos llegarían después, igual a los primeros meses con Vicky, se sorprendería de la misma forma en que lo había sobrecogido su llegada, impredecible.
Por cierto, el hombre allí acostado en nada se parecía al muchacho de las cajas y del cual había olvidado su nombre, a pesar de haber sido resucitado infinitas veces en boca de Vicky. Él siempre había creído que al llegar a otra persona se llega a un mundo nuevo, un mundo que Vicky se empecinaba en adornar con viejos adornos. Por eso aquella noche en que se reencontraron desnudos, sentado uno encima del otro con el cuero naranja a la luz de las velas en un solo cuerpo, le dijo a Vicky: búscate un novio.
–Búscate una novia tú– respondió ella con entrecejo de niña.
–Es que a pesar de quererte me veo obligado a buscar. De lo contrario me perderé en otras mujeres, y yo no quiero eso ni me puedo extraviar en el futuro, que ya de por sí no existe.
–Pero yo te amo, lo sabes.
–¿Y con eso qué hacemos? Lo que yo necesito es que me digas qué quieres hacer. Porque yo ahora tengo miedo al futuro, miedo a que me digas otra vez, como ocurrió hace tres meses, que me habías dejado de querer y no te separaste de mí porque yo no tenía a dónde ir. ¿Acaso existe algo más duro que eso? Yo no puedo vivir pendiente de tus estados de ánimo, no puedo estar bien cuando tú estás bien para disfrutarte, y bien cuando estás mal para levantarte el ánimo. Porque así tengo que estar bien todo el tiempo, ¿y cuándo me toca a mí estar mal? Y siempre existen excusas. Las excusas siempre fueron el mejor remedio para no curarse, pero tú y yo sabemos que el noventa y cinco por ciento de las discusiones no las generé yo.
Ella pasó la lengua por sus labios. Las palabras eran de sal, pero le sabían dulce. Sergio debería haberse ido entonces, pues al separase un hombre y una mujer cada cual sabe después en su almohada qué fue capaz de hacer el uno por el otro. Pueden mentirse a sí mismos, pero jamás engañarse frente al implacable espejo de la soledad.
Hacía meses el amor se había convertido en un poder y en un trabajo: el trabajo de tener que esforzarse porque las cosas estuvieran bien. Conocía a Vicky, capaz de retrasar su llegada día tras día sólo para medir su reacción o hablar de sus ex novios durante cualquier cena o en cualquier restorán. Ya la semana anterior él había llegado al apartamento y esperado afuera una hora. Era cerca de la media noche cuando decidió marcharse. El transporte no llegaba, tomó un taxi, y a mitad de camino recibió una llamada.
–Te fuiste Sergio, acabo de llegar.
–Te esperé, creí que ya no vendrías.
–Te entiendo, igual me sabe mal. Vine por ti desde casa de mami.
–¿Qué hago? ¿Regreso? Voy en un taxi.
–No, ahora no, es tarde.
–Vicky, te esperé una hora en la casa, solo. Me fui. Si quieres, puedo regresar.
–No, es tarde. Mañana salgo temprano para una casa en la playa con mis amigos del trabajo, estaré ahí todo el fin de semana. Nos vemos otro día. Que sueñes con los angelitos.
Y colgó.
En el silencio, semejante al de un náufrago en medio del mar, Sergio se sintió un imbécil, un imbécil de cuarenta años remando en la arena con un problema grave: Él. ¿Qué tipo de relación había tenido Vicky con sus novios anteriores, con su padre que se había marchado a Bélgica y por el cual corría a esconderse detrás del sillón a llorar, cada vez que hablaba con él por teléfono? ¿Acaso ninguna de sus amigas y amigos la quería lo suficiente como para sacudirla de los hombros y sacarla de adentro de la niña en que estaba encerrada? El amor, se dijo, es una relación entre personas que tiene sus inicios en la infancia y sólo termina con la muerte. Y Vicky en el último tiempo había asumido el lugar de un hombre, de aquellos hombres clásicos jugando con las mujeres. Un hombre que ella padecería. ¿Hasta dónde se proponía llegar? Enloquecer podía ser una salida, pero no era la salida. La salida era irse. Debía sacarse de encima la llave del apartamento cuanto antes.
Volvió a observar por última vez el cuerpo. El brillo de aquel hombre desnudo sobre la cama en nada se parecía al brillo opaco de los objetos. Era un brillo de animal marino, de ballena o delfín, y no pudo evitar acariciarlo. Sintió un estremecimiento en la piel, se acariciaba a sí mismo.
Ese hombre era un espejo de su pasado que aún no se había ido. Pensó en la eternidad del cuero, su antropológica animalidad, semejante a la perpetua virginidad de la semilla. Le acarició el pelo y vio al hombre como a través de la lluvia, venido desde muy atrás, preparado para cualquier cosa. Desde un tiempo en que todo era amor y más allá la nada. Sólo después abrió los ojos, lo vio sentarse y mirarlo. Mirarse mutuamente con pena, con religiosa y eterna desaparición, despidiéndose uno del otro.
Luego se paró, y ya no supo si fue él o el hombre quien abrió la puerta y salió a la noche con la cara mojada. Entonces se alejó y miró hacia atrás, la lluvia incendiándolo todo. Bajó las escaleras y desde la esquina de enfrente observó el balcón donde el otro se encontraba, donde en otro tiempo, juntos, se besaban con Vicky. Debería tener algo de espíritu, quienes pasaron a su lado siquiera lo miraron. Antes de subirse al taxi se dio vuelta por última vez para observar las calles con los ojos de quien se va, que nunca son los ojos de quien se queda.
Había demorado en sacar sus cosas por temor a arrepentirse y ahora por siempre sería tarde. Eso sentía bajo la lluvia que lo quemaba, el rostro y los huesos deshacerse como el azúcar por un viento soplado desde muy atrás, sin comprender quién era.
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