Por Saúl Octavio Sánchez
La Tizza continúa la publicación por entregas de la noveleta Cuba interior o (El mago que se la tragó).
13.
Le contaron que cuando enfermó Fidel, allá por el 2006, se hizo una movilización similar. Ella no recordaba muy bien aquello. Estudiaba en el Pedagógico de Holguín y «en provincias» esas cosas se viven de otra manera. Además, era la etapa de vacaciones. Tenía una vaga reminiscencia, como flashazos. Estaban albergados por quince días, apoyando en la reparación de la beca como parte de las Brigadas Estudiantiles de Trabajo y el secretario de la UJC del instituto los convocó a todos para un salón, les plantó un televisor delante y allí vieron y escucharon a Carlos Manuel Valenciaga leyendo una proclama firmada por Fidel.
Ella sintió una opresión en el pecho, pero no tanta, era casi una niña para entender el alcance de esas cosas. Sus padres sí lloraron y la llamaron preocupados. Después el suceso se diluyó, Fidel siguió presente de otras maneras, Raúl le puso una dinámica diferente al proceso, Carlos Valenciaga se esfumó del mapa político, ella empezó a dirigir, terminó la universidad, conoció a Tomás… en fin. Entonces miraba las cosas desde fuera, ahora se sentía en el centro del huracán.
Comenzó a tocar los timbres de los apartamentos a las siete de la mañana. El edificio quedaba sobre la Avenida 26. Tenía una puerta de acceso de cristal que por fortuna estaba abierta. Junto a ella, cerrada, una farmacia que tenía dibujado en letras azules sobre el vidrio «Farmacia Piloto. Abierta 24 horas».
En la primera planta había un pasillo con dos puertas a cada lado y, al final, la escalera. La muchacha estaba flanqueada por dos oficiales. No tenía citación para el primer apartamento. En el segundo, casi no hubo tiempo entre tocar el timbre, escuchar el sonido del mirador y que le abriera una mujer de unos cincuenta años. La gente no dormía, no podía hacerlo en medio de tanta incertidumbre.
– ¿Sí? –
– ¿Aquí vive Eduardo Álvarez Méndez? –
– Ese es el nombre de mi esposo, pero… el falleció el año pasado –
Amaya contrajo el rostro en un esfuerzo solemne y guardó la citación en el bolsillo. Tomó unas hojas impresas que se movían nerviosas en sus manos y pasó una raya sobre el nombre, al final, entre paréntesis colocó una «F».
– Disculpe la molestia — dijo de inmediato.
– ¿Los puedo ayudar en algo? ¿Tiene que ver con lo que está pasando? –
– No se preocupe señora. Gracias — le dijo de manera cortante mientras se dirigía al primer apartamento de la parte derecha del pasillo.
Por primera vez se sintió incómoda con la frase. Muchas veces, frente a las demandas, las insatisfacciones acumuladas y la incertidumbre le bastó –a ella– ese «No se preocupe», que es una variante menos paternal y empoderada que el «tengan confianza».
No encontró el timbre. Uno de los oficiales golpeó tres veces sobre la madera. Era una puerta poderosa, de buen árbol, que relucía tras una reja pintada de blanco. Oyeron los pasos lentos y se encontraron con una viejecita que se apoyaba en un andador.
– Buenos días –
– ¿Sí? — dijo asomando la anciana cabeza en la rendija que dejó la puerta a medio abrir.
– ¿Se encuentra Gustavo López Arrazcaeta? –
– Es el nombre de mi nieto, pero él hace dos meses está fuera del país –
– ¿Regresa pronto? –
– No lo creo –
Repitió la operación. Sólo que esta vez, al final del nombre tachado, escribió en letras pequeñas «fuera del país». No encontró la abreviatura adecuada.
Su suerte cambió en el segundo piso. Cuando daba con uno de los nombres le entregaba la citación, explicaba brevemente la situación excepcional que vivía el país y los oficiales eran los encargados de precisar que tenían media hora para presentarse en el parque Acapulco.
Amaya reparó en que cuando se abrían las puertas, la gente apenas la miraba. Clavaban los ojos en los oficiales. Los hombres a los que llamaban a filas no hacían preguntas, pero sus familiares se los comían –sobre todo los viejos: «¿qué está ocurriendo?», «¿para dónde los llevan?», «¿están movilizados?», «¿por cuánto tiempo?». Ella decía que no se preocuparan –de nuevo la frase, que se comunicarían pronto; pero en verdad, no sabía.
La muchacha recorrió media manzana. En medio de la agitación, apenas pudo fijarse en lo espacioso de los apartamentos, en lo confortable de las casas. En otras circunstancias, como era habitual cuando recorría Nuevo Vedado, Miramar, Altahabana o Siboney; la embargaría la nostalgia y el deseo de ver corriendo a sus hijos en los pasillos largos de las viviendas, en los balcones o portales con vista a las avenidas o el mar, en los patios o jardines delimitados por cercas uniformes.
Le dolían las piernas y sintió el peso de las más de veinticuatros horas en vela. Afortunadamente, los edificios de la zona no eran muy altos, cuatro o cinco pisos máximo. Cuando salía a la calle, pasaban a su lado rostros familiares: las caras a las que había puesto nombres unos minutos antes. Caminaban en silencio, como autómatas. Seguían sin reparar en ella, cuando más, una mirada de reconocimiento y algún pensamiento ofensivo por enredarlos en quién sabe qué.
Desde el cine Acapulco divisó el tumulto en el parque. La Avenida 26, que a esas horas se repletaba de carros y gente en camino a sus escuelas o trabajos, parecía una serpiente perfecta: despoblada y oscura. Cruzó sin preocuparse por el tráfico. A las ocho de la mañana se concentraban alrededor de la estatua de Ho Chi Minh más de un centenar de personas. Ella nunca había reparado en los tubos rojos que se cruzaban sobre la cabeza de bronce. Ni siquiera sabía que en ese lugar había un busto del «tío Ho». Era un área extensa, con una recta de pavimento hasta la otra calle, flanqueada por bancos de granito. Al final había un parque infantil y una cancha de fútbol sala. «Aquí podrían jugar los niños».
Ya se habían creado grupos y cuchicheaban de manera cómplice. Amaya se dio cuenta que no habían regresado todos los estudiantes, dirigentes de la UJC y oficiales que estaban citando en el terreno. Como no podía perderse el tiempo, un capitán empezó a leer nombres y al mencionar alguno de los presentes se escuchaba el «¡Aquí!», como si de un aula se tratara. De inmediato le señalaban el ómnibus que debía abordar y, al completarse los 45 pasajeros, el motor sonaba, se ponía en movimiento y se perdía en la bajada que precedía la intersección de las avenidas 26 y 23.
Amaya vio salir tres guaguas. Ya habían regresado casi todos y asumió que tendrían que hacer un trabajo similar en otra área. Se dirigió al capitán al frente de la operación y este le pidió que subiera al próximo transporte para coordinar en la Región Militar con el mayor Morales. En el ómnibus Transmetro no tomó asiento. Tenía la seguridad de que esa breve distensión: apoyar las nalgas y los muslos, descansar la columna en el espaldar, le impediría erguirse al llegar a 15 y 6. Se sintió desfallecer. Faltaban quince minutos para las nueve de la mañana. Definitivamente no iba a amanecer, al menos, no por el momento.
14.
A Joshua Irving lo castigó el sol. La lluvia de diciembre que lo recibió en La Habana se había disipado. Un caprichoso anticiclón del Atlántico sacudió las precipitaciones, las desterró.
Se dio cuenta que el cuerpo se le calentaba y adquiría un tono rojizo. La sal también lo quemaba, tenía secos los labios y descubrió unas trazas blancas en su cuerpo. El dolor en las piernas y el peso del estómago aumentaron. Llevaba doce horas en pie, como un argonauta, en medio del Caribe.
Algo le cambió dentro. La calma inicial se transformó en un ajetreo in crescendo. Sintió un hormigueo por todas partes, desde el recto hasta la garganta. La lengua seca le ardía, y dos llagas en el cielo de la boca empezaron a hacer de las suyas. Había cometido dos errores de cálculo al tragar.
Primero, al engullir La Habana, no abrió lo suficiente y sintió el pinchazo del edificio Focsa con sus 121 metros. Después, aunque su mandíbula traqueó con el esfuerzo, algo de bronce sobre el Pico Turquino lo golpeó. Culpó a sus asesores. «¿Cómo iba a imaginarse que sobre la tierra, a casi dos mil metros, alguien había puesto un plus: un monolito de piedras y la cabeza en bronce de un hombre?»
En efecto, algo cambió dentro del mago. Los activos de las Fuerzas Armadas de Cuba desplegaron un operativo a gran escala. Los Infantes e Ingenieros construyeron túneles gigantescos para contener la avalancha de los ácidos y concentrarlos en canales exteriores al país. Los bomberos con sus chorros de agua y los tanquistas, con cápsulas explosivas cargadas de carbonato de calcio e hidróxido de aluminio, neutralizaron los efectos de los ácidos. La lluvia grasienta, con sus gotas amarillentas que se incrustaban hediondas en las ropas y las sobrillas, se alternó con pequeñas gotas de agua limpia y transparente.
A las diez de la mañana, varios de los aviones que revoloteaban alrededor del mago emitieron y amplificaron una grabación de manera continua. El mago identificó la voz de Kathleen, escuchó sus gemidos, su risa, sus gritos y reconoció su éxtasis.
Joshua se sorprendió y recapituló. Regresó a esa noche en el Ritz, al placer que le provocó el juego entre Kathleen y su ayudante; a cuando las acuclilló en la esquina de la cama con la precisión espacial y performática de dos pecadoras en el Purgatorio y las penetró, matemáticamente: una a Kathleen, otra a Grace; una a Grace, otra a Kathleen. Revivió el placer de imaginar lo que hicieron ellas cuando las dejó solas y cachondas en la habitación. Fue la primera vez. Le tomó el gusto y repitió escenas similares otras cinco veces en tres años. Su esposa fue siempre coprotagonista. Recurría a Grace o llamaba a la puta de etiqueta Angeline, que se sabía los cuerpos de memoria y encallaba su lengua en los lugares preferidos del matrimonio. Tenía que emborrachar a Kathleen, pero valía la pena. A veces le gustaba mirar, otras actuaba.
Por un momento olvidó la sed y los dolores, el ardor y el cansancio. Soltó una carcajada y se frotó el sexo, que encontró a tientas bajo la barriga hinchada. Era un King Kong moderno y rosado en medio del Caribe con el pene erecto y chorreante.
La grabación siguió y él mantuvo el ritmo con su mano derecha. De repente, una voz masculina familiar le martilló los oídos. No lo esperaba. No podía creerlo. Regresaron el dolor y la sed, el ardor y el hormigueo. «¡Ingrato solapado!», rugió al identificar la voz de su hermano Patrick. El fracasado de la familia, al que nadie definía futuro, su protegido, hizo disfrutar de lo lindo a su esposa. «¿Cuánto llevarán haciéndolo? Se ríen en mi cara. ¿Cómo pude ser tan estúpido? ¿Cómo no me di cuenta? ¿Quién más lo sabrá?».
Joshua Irving se sintió pequeño, traicionado y burlado. ¿Cómo iba a ocurrirle eso al mago más grande de la historia?
Tuvo arqueadas. «Tranquilo Joshua». Vivía su acto final, su consagración. Más allá de Houdini y Copperfield, de Daniel Atlas y The Eye. «Cuando termine me ocuparé de ellos. Quizás los persiga, y cuando estén a punto en la habitación de algún hotelucho me los trago. Para siempre». Se controló y Cuba no salió al exterior. La primera operación de rescate había fracasado.
En ese instante, cuando iba regresar a esa cura temporal de acariciar su sexo, Joshua sintió aguijones en la garganta.
Marcel tardó unos minutos en dar la orden. Recorrió con los prismáticos cada palmo de la costa, para asegurarse de que ningún soldado u oficial quedara retrasado. No quería otra experiencia como la del salinazo. Los anteojos le devolvieron la cara del soldado muerto y hurgó, de nuevo, el diente de perro, metro a metro. «¿Y si queda alguno metido en un hueco?». Y volvió a mirar, en detalle.
Pasadas las diez dio la orden. Primero fue una secuencia y, poco a poco, el ruido se hizo atronador. Las piedras volaron y algunas cayeron cerca de sus posiciones. Todos cerraron los ojos y se protegieron la cabeza con los brazos. Desde ese día, la boca del caimán sería otra. Los zapadores hicieron volar un pedazo de la costa sur de Cuba. Quizás era el tiempo de nacimiento de otra bahía, o las piedras irían a amontonarse en el mar y formarían nuevas islitas diminutas.
Marcel confiaba en que la explosión en cadena abriera un orificio en la garganta del mago y Cuba pudiera salir, sin fragmentaciones. Pero la piel de Joshua no se quebró.
Con la resaca del adulterio y los aguijones en la garganta, Joshua Irving inclinó trabajosamente su tronco, hundió las manos en el mar y comenzó a tragar piedras. Los proyectiles viajaron por su interior, se estrellaron contra la gente, las casas, las tiendas. Una acción demoledora avanzó de norte a sur (del mago), de este a oeste (de Cuba), sin distinguir entre guano, adobe, prefabricado, ladrillos o cristales de las casas; las guaguas del transporte público, los camiones o autos modernos; el vendedor ambulante de maní o el dueño de un bar; el culto carismático en una vivienda o la católica catedral; el solar de Centro Habana o la propiedad horizontal de Miramar; el Complejo Comercial Palco o el mercado de La Cuevita; el Floridita o la cafetería de 11 y F bautizada como «La mosca frita»; el teléfono público, disfuncional, de la Farmacia de Línea y C o las oficinas centrales de ETECSA; el Latinoamericano o el Van Troi de Guantánamo… Era un aluvión igualador, sin distinciones, sin diversidad, contra la Cuba toda.
Las baterías antiaéreas disparaban a las piedras, las fragmentaban y el daño era menor: un golpe en una pierna, un labio partido, el cristal de un auto o una casa, unos espejuelos…
Joshua Irving, con el estómago prensado, se inclinaba una y otra vez. Armaba su carga de proyectiles, abría la boca y descargaba. Por unos momentos, la luz se filtró entre las piedras, aunque no avanzó más allá de Guantánamo.
La batería comenzó a disparar a ciegas cuando explotaron las minas. Era la orden: actuar de conjunto y de forma coordinada. Cuando empezó el repiqueteo de las minas colocadas por la gente de Marcel, el capitán Batista gritó «¡Fuegooo!» y las piezas tosieron plomo. Disparaban a la nada, a lo que presumían era la garganta. Apareció una luz, y de inmediato un bombardeo de proyectiles. El mago comenzaba a engullir piedras. Lanzaron las bengalas para guiarse e impactar con efectividad.
Entonces la vio. Ascencio dejó su pieza quieta, en atención. Tenía mucha sangre fría para ser tan joven, parecía un militar cujeado en guerras de verdad. Solo el brillo en los ojos y el temblor de los labios –imperceptibles en la oscuridad y la tensión– lo delataban. Durante una descarga, con la luz exterior y las bengalas, se dibujó ante sus ojos la campanilla del mago.
El bombardeo cesó: Joshua Irving estaba recargando piedras. Abrió la boca y, justo antes de comenzar la descarga, un rayo de sol se coló en toda su intensidad. El teniente ordenó fuego y los proyectiles, uno tras otro, hicieron blanco. Joshua emitió un chillido terrible, abrió las manos, contrajo el rostro y cerró la boca. La luz se escapó, pero Ascencio sentía, sonriente, el olor a piel quemada. Marcel también lo sintió, y viajó a la fatídica madrugada del salinazo.
Algo cambió dentro. La resistencia al interior puso al mago de rodillas. El agua del Caribe le llegó a la cintura y sintió un dolor intenso en la garganta. Era un gigante postrado.
También las cosas cambiaron fuera. En la Cuba exterior se produjo una gran demarcación, lo subterráneo se hizo evidente: dieciséis agentes de la CIA cursaron notificaciones a cinco jefes de Estado del Grupo de los Ocho, expresando que divulgarían «información sensible» si no se tomaba una medida sólida contra el Reino Unido; cuatro agentes de la Seguridad británica presentaron al jefe de la Campaña por la Reelección del Partido Laborista un grupo de escandalosas fotos que relacionaban al hijo del primer ministro con la esposa del presidente de los Estados Unidos; cinco generales rusos se insubordinaron a sus mandos y dirigieron sus tropas en una acción conjunta de bloqueo contra el Reino Unido; el chofer de la familia Irving secuestró a Kathleen; cuarenta importantes medios de prensa del mundo fueron tomados por periodistas y cambiaron la política informativa ubicando en la principales páginas a intelectuales y artistas de izquierda, se repitieron titulares como «Cuba sí», «Ahora con Cuba», «Hasta aquí he llegado con Joshua Irving», «El mago del terror», «Joshua Irving, agente de la CIA»…
En el exilio cubano se generó una mayor polarización. Los «moderados» asumieron una posición común, criticaron la acción del mago, emitieron una Proclama por la Defensa de Cuba y mostraron su disposición de estructurar una fuerza política y militar para el rescate de la Cuba Interior. Por su parte, los «extremistas» apoyaron al mago –es «ahora o nunca», dijeron– y esa expresión del imaginario popular de «trabajar para el inglés» les vino de maravillas. No era una embriaguez temporal, era su filosofía.
Los aviones que antes se alejaron, como moscas, por las palmadas del mago, revolotearon su cabeza. Algunos dejaron caer proyectiles que se incrustaban en la cara roja de Joshua o le herían los hombros.
Joshua Irving hincó las rodillas. El oleaje del Caribe le golpeaba el ombligo y el nacimiento de las nalgas. Le ardía el cuerpo, la garganta le quemaba y le dolía la cabeza. Su pelo mudó a cenizo y se veía seco y sucio. Sintió los nervios. El dolor en el estómago arreció, mezcla de los bloqueos militares y la acción de la artillería contra sus órganos. La vejiga se le llenaba cada diez segundos, con esa inmensidad de agua que emitían los bomberos. Le martillaron la cabeza los sonidos de su familia, los gemidos amplificados de su mujer, la acción de la fuerza aérea internacional a su alrededor…
Joshua Irving se convirtió en un ser nervioso y regurgitante. Tembloroso, metió las manos en el mar y palpó el fondo. Alzó un gigantesco caracol rosa, dudó unos segundos y, finalmente, enterró la parte más aguda de la concha en su garganta. Sintió entre sus dedos los estertores húmedos del molusco.
Se le iba la vida al caracol. Con un esfuerzo supremo, en lucha contra el dolor y sintiendo, al mismo tiempo, alivio, el mago tiró hacia abajo con todas sus fuerzas y abrió una zanja hasta el ombligo. Su vientre, dividido, empezó a teñirse de un líquido rojo: eso que los hombres –y no los magos– llaman sangre.
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Lea aquí las entregas anteriores:
Cuba interior (o El mago que se la tragó) VII
Por Saúl Octavio Sánchezmedium.com
Cuba interior (o El mago que se la tragó) VI
Por Saúl Octavio Sánchezmedium.com
Cuba interior (o El mago que se la tragó) V
Por Saúl Octavio Sánchezmedium.com
Cuba interior (o El mago que se la tragó) IV
Por Saúl Octavio Sánchezmedium.com
Cuba interior (o El mago que se la tragó) III
Por Saúl Octavio Sánchezmedium.com
Cuba interior (o El mago que se la tragó)
Por Saúl Octavio Sánchezmedium.com
Cuba interior (o El mago que se la tragó)
Por Saúl Octavio Sánchezmedium.com