Por Saúl Octavio Sánchez
La Tizza continúa la publicación por entregas de la noveleta Cuba interior o (El mago que se la tragó).
11.
Los golpes con la culata en la cama del camión sacaron de su letargo a los soldados y oficiales. Marcel saltó a tierra por encima de la baranda y sin apoyo. Lo imitaron Rodríguez y otro grupo. Algunos, se aferraban a los tubos de metal de la escalera para el descenso. A esas horas ya el sol debía estar robando líneas en el cielo, cabalgando, impreciso y miedoso, como quien tiene sexo por primera vez; pero nada. La misma oscuridad, la misma lluvia apestosa.
Se sintió de vuelta a esa madrugada fatídica. El olor se le antojó a tierra ardiendo, a carne quemada. Las lámparas eran como los fueguitos iniciales de la explosión de una mina. Le ocurría cada vez que iban de maniobra, o cuando en la Previa — el periodo de instrucción militar inicial — lo ponían al frente de la Compañía Mixta. Cuando el asunto era en el Batallón, con clases de Ingeniería, Topografía o Reglamento; cuando debían limpiarse las áreas o hacer gimnasia; cuando había que arrastrarse a lo largo del campo de pelota o hacer «paradas» de cuartel, no había problemas. ¡Ay!, pero si la cosa era correr los tres kilómetros hasta el campo de tiro, ubicar los blancos, repartir cinco balas por soldado, ordenarles la posición de tendidos y disparar tiro a tiro, sin ráfagas, ya regresaba a aquella noche. El olor a pólvora era un viaje. No se acostumbraba.
Se cuadró en posición de firme ante el teniente coronel, jefe de la Región Militar, que lo invitó a entrar en la casa que cumplía funciones de Estado Mayor. Rodeado de varios oficiales de mayor rango, el protocolo parecía desaparecer. Se reunieron alrededor de una mesa donde se desplegó un mapa de la zona, el extremo más oriental de Cuba.
Marcel sintió a su lado la respiración agitada y el aliento a cigarros del capitán Batista. Él no parecía antiaéreo, parecía un infante. Nunca lustraba las botas y siempre vestía traje de campaña verde, como si no le gustara la ropa FAPLA. Clavó los ojos en el mapa, al tiempo que prestó atención a las indicaciones del teniente coronel. La tercera asignación fue la suya. Ya Batista había abandonado la sala para situar en posición a la batería antiaérea, en un promontorio ubicado a cuatro kilómetros de la costa sur.
— Mayor, usted con su Compañía de Zapadores realizará el minado de esta área — le dijo el oficial al mando, mientras señaló una franja de dos kilómetros justo en la punta de la boca del caimán que simulaba la isla de Cuba — la explosión debe realizarse a las 10.00 horas, así que tienen unas dos horas para la misión. Puede proceder —
— ¡A sus órdenes compañero teniente coronel! —
Marcel abandonó el Estado Mayor como una exhalación, al tiempo que hizo una señal a su segundo jefe Rodríguez que gritó de inmediato: «¡Compañía!, en pelotones, ¡a formar!». Las carreras y órdenes se sucedieron. Los jefes de pelotón ocuparon sus lugares, extendieron el brazo izquierdo y… «¡Pelotón, en tres filas, ¡a formar!». Corrieron los jefes de escuadra, adoptaron la posición de firme, brazo izquierdo extendido y… «¡Escuadra!, en una fila, ¡a formar!».
El proceso duró tres minutos. Los zapadores no estaban acostumbrados a esto en el batallón. Salían a trabajar en la franja de seguridad antes de la formación matutina y volvían caída la tarde. Eran los primeros en entrar al comedor. Los controles eran menos rigurosos. Lo de ellos era «pincha y pega», pero tenía sus beneficios. Verdad que no les quedaban fuerzas ni tiempo para lustrar las botas como los antiaéreos y los tanquistas. Verdad que no engordaban como los soldados del Batallón de Radio o los que cumplían en los Puestos de Observación. Pero los respetaban, los dejaban tranquilos y, además, siempre estaban los infantes, el último eslabón de la cadena. Si eras infante y eras «nuevo», si dormías en un cuartel junto a otro centenar de hombres y no tenías más de seis cruces en la parte baja de la visera camuflada; eras lo peor.
Marcel movió su tropa a paso doble en dirección sureste. Mientras corrían dejaron atrás a los infantes que, hincados de rodillas en el fango hediondo, abrían trincheras con sus pequeñas palas ingenieras.
Los oficiales tenían más claridad de la situación. Sabían que no se trataba de una agresión de otro país. Era, aunque parecía cosa de películas, que el país estaba dentro de un hombre. «El mago inglés ese que vino a rejodernos la existencia», como le dijo el capitán Batista llenándole la nariz con su aliento de cigarros.
Cuando Joshua Irving se tragó a Cuba empezó por La Habana y Pinar del Río. Aunque la diferencia en tiempo no fue grande, el orden en que engulló el país sí lo fue. La punta de Maisí se aposentó en la frontera entre la lengua y la garganta del mago.
El terreno era rocoso. Los zapadores de Marcel saltaban en el «diente de perro». De pronto se perdían tras una piedra y unos minutos más tarde aparecían en el aire con un brinco de metro y medio. Ponían las minas en los huecos, rodeadas de piedrecitas pequeñas; o las precintaban en los escasos arbustos que emergían, raquíticos y huérfanos de hojas, entre las rocas. El salinazo era así. Sólo había que cambiar el «diente de perro» costero por una tierra gris, plana y uniforme. Pero en esencia, era igual. Había que buscar con lupa dónde colocar las minas y no encontrabas árboles a los que fijarlas y conectarlas con los alambres finos.
Los cangrejos parecían saber. Desde el instante en que se acercaron a la costa, golpeando y levantando el polvo con las botas, comenzó la estampida de los crustáceos. Los carapachos inundaron el camino y varios crujieron bajo las suelas. Parecía una sinfonía especial: jadeos, gritos, botas contra el suelo, carapachos deshechos. Los animales saben. Dicen que las vacas y las yeguas se vuelven locas cuando va a temblar la tierra. ¿Y qué son las bombas si no un temblor de tierra a contra natura?
A las nueve y cuarto ya estaba minada la mitad. A las nueve y veinte el soldado Vinent metió la pierna en un hueco, se torció el tobillo y hubo que sacarlo en camilla. A las nueve y cuarenta se cubrieron los dos kilómetros y los oficiales apuraron a los soldados para que retrocedieran, ocuparan posiciones defensivas y se prepararan para la explosión. Faltando diez minutos para las diez, no quedaba un cangrejo por todo aquello.
El teniente Ascencio parecía un soldado. Lampiño, con cara de adolescente, medía un metro con setenta y no se estaba tranquilo. Los viejos dirían que jiribilla. Los jodedores, que estaba «cundido» de Enterobius vermicularis, es decir, oxiuro. Era santiaguero, de El Caney, y cuando regresaba del pase traía una caja de mangos para sus subordinados. Al terminar el preuniversitario se quedó sin carrera y cumplió el año y medio de Servicio Militar Obligatorio como antiaéreo. Después se formó como oficial en la Academia, «reenganchó» como dirían los soldados, y recaló — como si fuera su Alma Máter — en la Compañía Antiaérea del Batallón del Este.
En el batallón, también actuaba como un soldado. Dedicaba media hora todos los días a lustrar sus botas, fumaba, bailaba casino con las soldados, se adueñaba del micrófono de la Radiobase para burlarse de cualquiera que estuviera a su nivel militar o uno menor. Tenía seco al subteniente Villar, el larguirucho segundo jefe de pelotón de una Compañía de Infantería. Para colmo, transformaba el uniforme, tenía los bajos del pantalón muy estrechos y marcaba con cruces los bajos de la visera. Cuando los guardias cercanos a licenciarse comenzaban a «pitar», señalando a los «nuevos» con sus dedos los meses que les faltaban para irse, o gritando «¡Llega tiempo de mango! ¡Llega tiempo de playa!»; él mostraba las cruces de su gorra y les decía a los burlones «¡Miren, siete cruces!, pero no son meses, son años. ¡Aquí `el tiempo´ soy yo!».
Pero en las maniobras era otra cosa. Cuando la batería se iba por un mes a la playa El Uvero, el teniente Ascencio se transformaba. Después de cada ejercicio de tiro, casi todos los soldados se refrescaban en el agua, se tumbaban bajo las palmitas en la arena, se ponían a pescar, subían a la glorieta del peñasco más alto y miraban al horizonte, cual Rodrigo de Triana contemporáneo, con la esperanza de divisar un cachalote como los que recalaron muertos en la playa hacía cuatro años, o se escapaban al pueblo de un millar y medio de habitantes para ver qué diversión encontraban. Los de la pieza de Ascencio, con él vestido de overol verde olivo, sacaban brillo al metal; y si no obtenían el mejor resultado, entre paño y paño, grasa y grasa, llovían las planchas, cuclillas y ejercicios de arrastre. Ascencio se ponía rojo, con las venas hinchadas, y les gritaba «¡Tiéndete con veinte guardia!», o se situaba de igual a igual, tendido de cara al sol y los soldados debían seguirle el ritmo en las abdominales «¡Uno, dos, tres, cuatro… cincuenta!». Dicen que un soldado se le insubordinó en maniobra una vez. Ascencio lo dejó pasar en el momento y a las cuatro de la mañana lo sacó de su tienda de campaña. Estuvieron veinte minutos dándose golpes bajo una palmita.
Quizás por eso, cuando el capitán Batista ordenó que se alinearan las piezas y estuvieran listas para salir a Maisí, su pequeña unidad fue la primera. Quizás por eso Ascencio cantaba sobre el camión, le brillaban los ojos y daba palmadas en los hombros y las nalgas de sus subordinados. Quizás por eso, su pieza fue la primera en declararse lista sobre el promontorio, a cuatro kilómetros de la costa. Eran las nueve y media cuando, mojado y eufórico, gritó «¡Pieza lista capitán!».
12.
«Esta locura de los husos horarios», pensó Key/Pedro Juan al consultar su reloj. Tres de la tarde en Londres, «nueve de la mañana en La Habana».
A esa hora, en condiciones normales, su padre terminaba de limpiar el carro, organizaba metódicamente el fondo (diez billetes o monedas de un peso, igual cantidad de monedas brillantes de tres pesos — «para coger el CUC a veinticuatro»–, diez billetes de cinco, veinte de diez y una decena de veinte, cuatrocientos noventa pesos en total), se sentaba en el sillón del portal con su camiseta blanca de algodón y esperaba la llegada de Marcos, el sobrino de Oriente, que trabajaba el carro hasta las nueve de la noche en que llegaba a liquidar las ganancias y parquear. Reconstruyendo la cotidianidad de su padre, que le narraban desde La Habana en conversaciones telefónicas y cartas, Pedro Juan reparó en la siempre pospuesta unificación monetaria en Cuba, un proceso que se venía anunciando y exigía por mucha gente desde varias décadas atrás.
Su madre debía estar fregando los trastos del desayuno. Después de la jubilación, le nació una faceta de ama de casa que fue revelación divina para todos. Ella siempre se consagró al trabajo fuera, primero en la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana, luego como cajera en una Casa de Cambio y finalmente como especialista de comunicación de una empresa estatal. En aquellos años su papá asumió casi siempre la tarea de cocinar, afortunadamente, porque no había manera que a su madre se le ablandaran los frijoles o le quedara el arroz desgranado. Pedro Juan sonrió al recordar el comentario de su madre cuando servía en los platos su obra, «aquí tienen, arroz en formación militar, ¡en pelotones!». Cuando le dio por su veta hogareña, su padre y él asumieron que era la manera de mantenerse ocupada, de lidiar con el tiempo libre.
El desagradable rostro de su contacto lo regresó a la realidad: eran las tres de la tarde en Londres.
— No me sentiste llegar — le dijo con sorna el hombre, para quien el descuido de Key era un error de novatos.
— Estaba pensando en mis padres… —
— Ya te dije que están bien. ¿Los llamaste? —
— ¿No me dijiste que tenía prohibido llamarlos? —
— Ahh, verdad — sonrió.
— Ahí está la grabación — dijo lentamente, midiendo las letras, disfrutando ahora su poder.
— ¿Funcionará? —
Key se detuvo a observar el sombrero de su contacto. Estaba húmedo. Pensó que el tipo era un maleducado, tomó asiento a la mesa con la cabeza cubierta, ni siquiera se retiró el abrigo a pesar del amable gesto del empleado. «¿Estará nervioso?». Entonces recordó que era calvo, que tenía la piel rosada y lisa. «Quizás sea un acomplejado». Se sintió tranquilo, iba a liberarse de un peso y esperaba sortear el asunto sin quedar en malas con nadie.
— A ver… el mago ha sido bastante liberal en sus relaciones. Igual con su esposa —
— ¿Entonces? —
— El asunto es que siempre consideró a su hermano como un fracasado… es su protector. Si fuera con otro hombre o mujer, probablemente no le importaría, pero con su hermano… —
— Esperemos que funcione —
— Yo creo que sí. Al menos lo sorprenderá — dijo Key, se frotó las manos y bebió un sorbo de té.
— Bueno, tengo que hablarte de otra cosa —
Key se heló. Pensó que con la entrega, y hasta nuevo aviso, volvería a ser Peter Jhonson. El hombre le extendió una hoja de papel. Leyó rápido, abrió los ojos y su cara cambió: sorpresa al principio, irritación en el medio, calma al final. Volvió al inicio del folio y recorrió letras, direcciones, esquemas, figuras y pequeñas fotos presilladas, esta vez con lentitud y expresión de sosiego.
— Está bien — dijo con suavidad.
— ¿Entiendes todo? — el hombre del sombrero no ocultó su sorpresa.
— Claro —
— Entonces nos vemos a las diez en… —
— En la dirección que aparece en el papel — lo interrumpió.
— Perfecto — dijo su contacto, que se puso de pie con premura, empujó la silla y se dirigió a la puerta.
Pedro Juan Castillo lo vio irse. En treinta segundos, mientras leía el folio, saltó — de manera oculta a su interlocutor — de ser el agente Key a encarnar el muchacho de antaño en la Facultad de Biología. Como en El Globo, pasó revista. Miró atrás para olvidar.
Borró aquella entrevista con el oficial de la Seguridad del Estado que atendía su facultad, seis meses antes de graduarse, en que le propusieron — y él aceptó gustoso — realizar un curso en Pinar del Río para formarse como oficial operativo. Borró la conversación con su oficial superior en que decidieron aceptar la beca en Estambul. Borró los intercambios de mensajes con «el Centro» en La Habana cuando se le acercó un investigador del Instituto Dana Farber y cuando lo contactaron los científicos británicos. Borró informes cifrados, conversaciones en clave, reuniones rutinarias, datos aprendidos de memoria… Se percató de cuánto espacio ocupaba todo eso en su cabeza: la sintió ahora liviana y fresca.
Caminó media hora por la orilla del Támesis, hasta que decidió sentarse en un parque. Con la cabeza apoyada en las manos, contó por instinto los barcos que navegaban. Una vez tomó junto a Ana María un paseo en crucero desde Westminster hasta Greenwich. Por fortuna, ese día el clima fue agradable y se sentaron al aire libre para disfrutar el paisaje. Fue casi a su llegada a Londres. Ahora el río no tenía igual atractivo para él.
Aburrido, volteó la cara a la izquierda y distinguió los inusuales colores del remozado Puente de Alberto. Repitió la operación varias veces. Al fin se decidió, tomó el teléfono del bolsillo y marcó.
— ¿Qué pasa Pedro? — Ana María nunca aceptó el «Peter», le costaba trabajo el inglés y no se acostumbraba al clima de Londres. Vivía allí por él.
— Ana — le dijo con una voz suave, sin emociones — necesito que hablemos —
— ¡Yo sé qué ocurre algo! Me dijiste que pasarías en la noche. Yo salgo en dos horas para el hospital —
— No, querida. Necesito que me esperes en la casa. Salgo para allá de inmediato —
— Pero… ¿y el hospital? ¿Qué ocurre Pedro? —
— No te preocupes, sólo espérame en la casa — y colgó.
Ana María Montalbán extrañaba el campo. En Valencia gustaba de sentarse bajo los naranjos y aprender canciones. No había fiesta mejor que salir con su padre y sus hermanos al huerto, o reunirse con los tíos a comer all-i-pebre. El tío Dionisio era muy tradicional y, al principio, no podía utilizarse otro pescado que anguila; pero el tío se hizo viejo y la norma se flexibilizó con el tiempo.
Con ellos empezó a cantar. Imitaba a Lola Flores o Sole Giménez, y les ponía sus timbres y sus gestos a las canciones de Serrat. Era su pasión, pero había que comer. Estudió enfermería. Eso la salvó cuando se hicieron recurrentes los problemas en la garganta y la voz se le hizo ronca, perdió «el toque».
Nunca se acostumbró a Londres. Le parecía grande, gris y empacado. Odiaba el inglés tanto como amaba el valenciano, pero este último casi no lo hablaba, no tenía con quién. A Londres la retenía, hoy y siempre, Pedro Juan, el hombre del que se enamoró.
Desde que lo conoció en un bar de Ciudad Real, desde que la invitó a un trago y le contó vida y milagros, se prendó de él. Era un hombre natural, que no imitaba acentos, hablaba lento aunque acortaba las sílabas y se tragaba, como un glotón, las erres. Saltaba de un tema a otro, «su Cuba», «su Biología», «sus padres», las incomprensiones, sus planes, preferencias, odios y temores… Ningún hombre se desnudó así ante ella. Él alargó su estancia, aunque a ella le bastó ese primer día.
Con los golpes, la muchacha perdió su capacidad de asombro y no puso mucha expectativa después de su partida. Nada podría arrancarle la intensidad de esas horas. Pero él llamó y regresó a España, y le pidió que se mudaran juntos a Londres. Pedro no cambió, aunque a veces — muy pocas — había algo oscuro en su cara. «Será que extraña a sus padres», pensaba ella.
La llamada la devolvió a esa oscuridad. «Seguro es algo en el trabajo». «No debe ser grave». «¿Será que no lo conozco bien?». «¿Será que se cansó de mí?». «¿Será que conoció a otra persona?». Acomodó siete veces la ropa sobre la cama, agregó otros dos platos a la comida, vació y rellenó los cajones de la ropa interior, hasta que a las cuatro y media se sentó, vencida y expectante, a fumar un cigarrillo, escuchar el viejo disco Tinta roja de Calamaro y esperar.
— Nos vamos — le dijo apurado mientras sacaba las maletas de la parte superior del closet.
— ¿Qué quieres decir? —
— Exactamente eso, que nos vamos —
— ¿A dónde? ¿Por qué? ¿Cuándo? ¿Por cuánto tiempo? —
— Te explicaré por el camino. Nos vamos a España. Hoy en la noche —
— No entiendo nada Pedro… un momento, explícame —
— ¡No podemos perder tiempo! — le gritó y la tomó del brazo. Era la primera vez que ocurría. Ella se soltó con un gesto fuerte y lo miró como nunca lo había hecho.
Pedro descubrió el fuego en sus ojos, el fuego de la cantaora, y percibió el desgarre en su voz. Bajó la mirada y ella descubrió sus ojos húmedos. La oscuridad se había fugado del rostro. No se resistió cuando él la tomó por la cintura con sus manos y le dijo «Perdóname. ¿Confías en mí? Debemos irnos. Me ha pasado algo terrible y no podemos seguir aquí, al menos por ahora». No era una orden, era un ruego. No había locura, había desazón. ¿Por qué esa decisión repentina? Varias veces, ella había deslizado su deseo de volver a España, de vivir unos años allá, pero puso por delante el éxito profesional de Pedro y la alegría y seguridad de vivir juntos.
Se mantuvieron así unos minutos. Pedro calculaba tiempos, jerarquizaba las necesidades en el equipaje, inventaba justificaciones para sus empleadores… Ana razonaba. «Si no fuera importante no estaría así». «Podía haber esperado a mi turno de esta noche en el hospital e irse solo». «Quiere hacer esto conmigo».
— Está bien — dijo, lo empujó con delicadeza y abrió una de las maletas sobre la cama — pero tienes que contarme todo en el camino al aeropuerto. Si no lo haces, no me subo a ese avión —
— De acuerdo. No será todo, es mucho, pero sí lo más importante —
— Todo Pedro Juan. Tienes que contarme todo, o no me voy contigo —
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Lea las entregas anteriores aquí:
Cuba interior (o El mago que se la tragó) VI
Por Saúl Octavio Sánchezmedium.com
Cuba interior (o El mago que se la tragó) V
Por Saúl Octavio Sánchezmedium.com
Cuba interior (o El mago que se la tragó) IV
Por Saúl Octavio Sánchezmedium.com
Cuba interior (o El mago que se la tragó) III
Por Saúl Octavio Sánchezmedium.com
Cuba interior (o El mago que se la tragó)
Por Saúl Octavio Sánchezmedium.com
Cuba interior (o El mago que se la tragó)
Por Saúl Octavio Sánchezmedium.com