Por Saúl Octavio Sánchez
La Tizza continúa la publicación por entregas de la noveleta Cuba interior o (El mago que se la tragó).
Segunda parte
En el mar Caribe, donde hubo un archipiélago, un país «digno» y «vilipendiado», un territorio de ríos cortos, sin Niágara y con palmas, una nación de poetas y ausencias, de poesías a las ausencias; había un gigante. Joshua Irving era un King Kong moderno y pálido. Tenía los ojos y las pecas encendidas. Con la mirada clavada en el oriente, veía a lo lejos emerger la claridad. Amanecía. Ya eran ocho horas de su acto supremo.
Al principio de la actuación sintió vibrar su celular muchas veces. Luego se silenció. Trató de alcanzarlo y se dio cuenta que, por primera vez, su cuerpo se había transformado tanto durante un acto. Aumentó de tamaño, sus piernas se estiraron, aunque poco en comparación con el gigantesco cambio de la parte superior de su anatomía. Su barriga estaba inflada y su pecho era una ancha avenida, por la que podrían circular en cualquier momento cientos de automóviles. La ropa se rasgó, y con ella cayeron al mar su teléfono y los dispositivos de comunicación interna que usaba en las actuaciones. Estaba en medio del mar, sin asideros.
Las piernas le dolían y sentía el estómago pesado. Desde la lengua le nacía un ardor terrible que se extendió a la garganta. Tenía sed. Pensó en su familia. Llevaba demasiado en estos trajines, de un lado a otro, de una ciudad a otra, de un país a otro. Pasaba más tiempo con Margueritte y Ernest que con Kathleen y los hijos que no tenían. Le dolió el recto. Quizás la piedra y la valla gigante se incrustaron allí empujados por la punta de Cuba.
A su alrededor revoloteaban los aviones. Reconoció por todos lados, en un concierto de colores sobre las formas aerodinámicas que ahora se le antojaron tan pequeñas, banderas familiares e inscripciones en todos los idiomas. Empezó a manotear y a bajar a los intrusos como mosquitos.
¿Habría hecho mal? Fue su acto final, su camino al descanso. Era su acto primero, para empezar una vida otra. Era su consagración. Nadie cuestionaría su lugar cimero entre los magos del mundo. Ni Harry Houdini, ni David Copperfield, ni Daniel Atlas, ni Dylan Rhodes, ni El Ojo, ningún ilusionista real o televisivo; solo él, Joshua Irving, sería la encarnación de la magia.
¿Habría hecho mal? Podía haberse tragado España y Portugal, o Italia, o La Florida, pero allí tendría que hincar los dientes una y otra vez en la tierra para arrancarlas del continente. Podía haberse tragado Groenlandia, pero el hielo sería un plomo en su estómago. Cuba era larga y estrecha, caería por su garganta casi por gravedad. También era lo suficientemente anacrónica para no generar un gran escándalo, pensaba él.
Sí. Había elegido bien. Estaba seguro.
10.
– ¿Tomás? –
– ¿Amaya? –
– Sí –y se sintió un alivio en la voz– ¡al fin pude comunicarme! –
– Es la primera llamada que entra –
– Dime rápido, por si se cae, ¿cómo están? –
– Un poco asustados, pero bien –
– ¿Y los niños? –
– Estamos todos acá en la sala. Mi mamá, los niños y yo. Con la lámpara recargable porque no hay luz –
– Sí. Toda Cuba está apagada –
– ¿Y tú? ¿Dónde estás? –
– Aquí en el Comité. Nos concentraron aquí… tengo que llamar a las provincias ahora –
– ¿Y qué es esto? ¿Qué se sabe? Hay un olor rarísimo y una lluvia fea –
– No sabemos bien, todo es muy confuso. Nos dijeron una cosa medio loca, que el mago ese que vino a La Habana, el inglés, se había tragado al país. Me imagino que esté pasando algo relacionado con Estados Unidos, pero no sé, tampoco entiendo nada –
– Verdad que está un poco loca esa explicación. Eso es que no quieren soltar información… Aquí todo el mundo está encerrado –
– Me imagino. Hay tremendo ruido en la línea. Dale un beso a los niños. Trata de acostarlos. Te llamo en dos horas –
– Cuídate mucho –
– Ustedes también –
La muchacha colgó el teléfono y sostuvo por unos segundos la hoja en que había garabateado nombres de personas y provincias, unidas por flechas o encerradas en cuadros. Abandonó el asiento y se dirigió al salón de reuniones, al que ingresaron la mayoría de los participantes en el encuentro con Maruchi y Joaquín un cuarto de hora antes, armados de agendas y hojas de papel.
Pensó que las comunicaciones no se habían restablecido completamente y por eso algunos se demoraban, intentando hablar con sus familiares. La vida del cuadro de la juventud era difícil. Unos, los de mayor jerarquía, conseguían al cabo de cuatro o cinco años que les asignaran una casa, o los situaran en una responsabilidad en La Habana que abría la posibilidad de una vivienda. La mayoría, sin embargo, se pasaba años en una Casa de Visitas, muchas veces dejando a las familias en sus territorios de procedencia. Si no corrían con la suerte de ascender o enganchar un residente en la capital, regresaban a sus provincias. Siempre es más difícil regresar, pensó Amaya, cuando te das cuenta lo que te estás perdiendo.
Sin protocolo, empezó a decir nombres. «Elvis y Susana, Las Tunas». «Damianka y Calixto, Santiago de Cuba». «Lorena y Mirita, Holguín»… A cada asignación, siguió el sonido de las sillas y la salida de la habitación. Entraron otros, pero poco a poco, Amaya se fue quedando sola.
La lluvia seguía pegando en los cristales. Ella mantuvo inconscientemente el ritmo, golpeando su bolígrafo en la mesa de madera.
«¿Y si me voy para Holguín? Lleno el tanque y me voy en el carro, a estar con mis niños. ¿Lo considerarán traición a la Patria? ¿Deserción? Lo perdería todo, en especial el tiempo que he dedicado a este trabajo. Y los niños quieren ir todos los fines de semana al parque Lenin, subirse a la estrella y ver las copas de los árboles desde arriba, como una foto; quieren correr por el Jardín Botánico y conocer la casita de Martí. Y yo quiero sentarme en El Malecón con Tomás, ir en familia a La Cabaña en la Feria del Libro, salir de un cine a otro en el Festival… Creo que falta poco para que estemos juntos, no sé, tengo una sensación aquí en el estómago…»
– Amaya –la voz de Andrey la sobresaltó, «¿pudo leer lo que estaba pensando?»– la primera secretaria la llama por el Puesto de Mando –
Subió las escaleras que la llevaron al octavo piso. La oficina de Maruchi le quedó de frente. A su izquierda, en una habitación de cuatro por cuatro, el flaco Andrey era un pulpo junto a tres teléfonos. Le hizo una seña indicándole el que debía tomar.
– Diga secretaria –
– Amaya, estoy en el Comité Central. ¿Te reuniste con la gente? ¿Tienes el reporte de los contactos con las provincias? –
– Nos faltan cinco: la Isla, Camagüey, Pinar del Río, Mayabeque y Guantánamo –
– Bueno. Apura eso. Le dejas la información a Alfredo y que me llame en veinte minutos con el parte. Tú debes salir para el Comité de La Habana. Llévate dos cuadros. Me llamas al celular en cuánto estés allí –
– Ok –
– Ya Samara sabe que irás. Te espera –
– Perfecto. ¿Se tiene alguna información nueva de lo que…? — no terminó la frase, Maruchi había colgado el teléfono y ella siguió sin clarificar lo que ocurría. No podría darle detalles nuevos a Tomás.
Eran las tres de la madrugada. Los ojos le ardían. No era el tiempo sin dormir, ya se había acostumbrado a las noches en vela y a fijar la vista en informes, tablas estadísticas y documentos. Era el esfuerzo de manejar bajo esa lluvia amarilla y grasienta. Tuvo que inclinarse hacia el volante porque el limpiaparabrisas dejó a su paso unas manchas que empañaron el cristal.
Tomó la avenida San Lázaro, el Malecón estaba inundado y las olas alcanzaban los tres metros. En las calles oscuras no había personas, aunque continuaba el grito de las sirenas a un lado y otro. Frenó de golpe en la intersección con Infanta. Tres camiones militares pasaron a toda velocidad. La escalinata de la Universidad de La Habana era una pendiente negra, solo a la altura del Alma Máter unas lámparas desafiaban la oscuridad. 23 y L era un desierto. El hotel Habana Libre estaba encendido, pero sus huéspedes debían encontrarse en algún tipo de reclusión. En el cine Yara vibraron unas lucecitas, suficientes para identificar cuatro o cinco cuerpos que se resguardaron de la lluvia frente a su entrada. Tomó a la izquierda en la calle 15, sucumbiendo a las convulsiones que provocaban los baches, y manejó hasta F, donde se metió contrario al tráfico, «¿a quién le importaría en estas condiciones?». Se detuvo unos segundos en la acera, suficientes para escuchar los llantos que le llegaron desde el círculo infantil ubicado frente a la UJC, un círculo que albergaba a niños sin amparo familiar. Pensó en sus hijos y en la fortuna de tener a Tomás, ¡un padrazo!
Samara, la secretaria de la Juventud en La Habana, la esperaba en la recepción. A la amplia casona de El Vedado capitalino «le habían pasado la mano» constructivamente en los últimos años. Aunque no tenían planta eléctrica, el servicio en esa zona se restableció entre los primeros. Saludó al hombre de la entrada y subió con pasos rápidos las escaleras. Samara tenía encendido el aire acondicionado, la oficina herméticamente cerrada y parecía que allí, de alguna forma, el olor ácido no se podía enseñorear.
– ¿Tienes papel sanitario? –
– Sí –Samara abrió la primera gaveta del buró y extrajo un rollo– toma –
– Voy a entrar al baño –dijo Amaya mientras envolvía papel entre los dedos de la mano derecha– no he podido orinar en toda la noche –
Sintió algo de ardor. En apenas unas horas, el «hilo dental» del deleite visual se le hizo insoportable físicamente. Por fortuna el vestido era cómodo y le permitió airearse un poco.
Evacuado el apuro tomó el teléfono fijo del buró y marcó el número del celular «petrolero» de Maruchi.
– Dime Amaya –sonó la voz metálica de su jefa– ¿estás con Samara? –
– Sí, aquí estamos –
– Pon el teléfono en altavoz –la muchacha cumplió de inmediato– tenemos que asumir una tarea de movilización. ¿Me escuchan? –
– ¡Sí! — respondieron a coro Amaya y Samara.
– Ya le había comentado a Samara que debemos movilizar cien personas para la Región Militar de Plaza de la Revolución, en 15 y 6. Ya conciliamos sacarlos de las universidades. ¿Cómo va eso? –
– Secretaria –habló Samara– ya contacté con un vicerrector, el secretario de la UJC y el presidente de la FEU de la CUJAE. Para allí salió la educadora provincial –
– ¿Y cuántos pueden movilizar ellos? –
– Me dijeron que al menos cincuenta… y que ponían la guagua para traerlos –
– Perfecto –
– De las otras becas, creo que podemos movilizar unos cincuenta de Bahía y Micro X, quizás treinta entre el InSTEC y el ISDi, y ver cuántos convocamos en 12 y Malecón y F y 3ra… –
– Bueno. Miren, dejen Bahía y Micro X por si nos piden gente en Habana del Este. Traten de subir un poco con el ISDi y el InSTEC, manden unos cuadros para allí. Muévete con Amaya a las dos becas de la UH que te quedan cerca y de ahí trasládense a la Región Militar –
– ¿Y las residencias de los profesores? Aquí en Plaza tenemos la de 11 y 24 y la del Cerro queda también relativamente cerca — preguntó Amaya, segura del potencial movilizativo en esos lugares.
– No las toquen por ahora –Samara abrió los ojos y Amaya la tranquilizó con un gesto de mano– me llaman de nuevo a las cuatro y media –
– Ok, ¿hay alguna información nueva sobre lo que pasa que debamos trasladar a los movilizados? –
– No. Limítense a lo que explicó el compañero Joaquín. Con eso es suficiente… ¡Ahhh!, otra cosa, no movilicen a ningún estudiante extranjero –
Tenían asignada la misión. Samara vestía de campaña, un jean azul, un pulóver con la imagen de José Martí y unas letras que aludían al Movimiento Juvenil Martiano, y unos zapatos deportivos. Amaya estaba tranquila, el ajetreo la podía alejar de esos pensamientos que la asaltaron en el salón de reuniones. Miró el reloj, las tres y media, le hizo una seña a Samara mientras sonaba en sus manos las llaves del carro.
Cuando al mar del norte le da por entrar es abrazador. Olas y gentes, del norte, pueden a un tiempo besar y escupir. Amaya tenía el recuerdo de dos inundaciones anteriores, en las zonas bajas de El Vedado. Apoyó las actividades de evacuación, conversó con los vecinos, que en la mayoría de los casos se resistieron a abandonar sus casas y trasladarse a los albergues o viviendas de sus familiares.
El agua se extendió hasta la calle Línea, tapó los carros, flotaron los objetos más diversos, desde la suciedad de papeles y pomos arrancados de los latones de basura hasta lo que el mar logró robarse de las casas. Muchas familias vivían en sótanos o garajes adaptados y allí, como un vaso, la inundación llegaba al techo. Había hogares que vivían de una mancha de humedad a otra.
Aunque en esta ocasión el mar no estaba tan furioso, se extendió hasta la calle Calzada. Con mucho esfuerzo, llegaron hasta la Residencia estudiantil enclavada en 3ra y F, donde las recibió un custodio vestido con uniforme marrón y un tabaco en los labios. Samara se apresuró en preguntar por el director de la beca y el hombre se encogió de hombros. Preguntó por alguna autoridad administrativa, la misma respuesta. Preguntó por el presidente de la FEU y se repitió el movimiento.
En ese instante se acercó a ellas un joven. Llevaba un pulóver con una imagen que no distinguían. Por fortuna, bajo la foto del hombre que inundaba la prenda podía leerse «Camilo Torres». Samara siguió en las mismas cuando leyó. Amaya, recordó un encuentro que había sostenido el año anterior con una delegación juvenil de Colombia en que le regalaron una biografía del sacerdote guerrillero. «¿Dónde estará ese libro?»
– Buenas noches — les dijo con acento extranjero.
– Buenas noches –
– Yo soy el vicepresidente de la FEU de la beca, mi nombre es Freddy –
– Mucho gusto. Ella es Samara, la secretaria de la UJC de la provincia y yo soy… –
– Sí, la segunda secretaria de la UJC –
– ¡Exacto! Amaya es mi nombre –la muchacha se sorprendió, en general los estudiantes universitarios no la identificaban– estábamos preguntando por los directivos de la residencia –
– Bueno. El director no ha estado por acá. Estaba el subdirector pero lo mandaron a buscar de la Universidad –
– ¿Y del Consejo de la FEU de la UH hay alguien? –
– No. Y el presidente de la beca es de Matanzas y se fue para allá hace dos días –
– Es que nos dijeron que se habían comunicado con… –
– Sí. Nos llamó una compañera de la UJC provincial. Habló conmigo –
– Ahhh, ya. Bueno, ¿le explicó de qué se trata? –
– Sí, que debíamos movilizar a la mayor cantidad de estudiantes –
— ¿Y? — insistió Samara.
– Bueno, ya en esta fecha los becados empiezan a salir para sus provincias… –
– ¿Cuántos tienen? –
– En el comedor, merendando, hay diecisiete –Samara hizo una mueca y recordó la última indicación de Maruchi– ¿cuántos extranjeros? –
– Ocho –
– Bueno, es que los extranjeros no… — Amaya la agarró del brazo y le impidió terminar la frase que el colombiano Freddy había adivinado para su disgusto.
– ¿Podemos incrementar la cantidad? — le preguntó Amaya, evidentemente empeñada en cumplir con las cifras establecidas por Maruchi.
– Si quieren, pueden subir y tocar en los cuartos –
Samara y Amaya dedicaron hora y media a recorrer los pisos y habitaciones de F y 3ra y 12 y Malecón. Cuartos cerrados donde escucharon voces, muchachos que no reconocieron su autoridad, orejas que parecían no oír, jóvenes que no ocultaron el miedo, teléfonos que pretendían contactar a sus familiares, pequeños grupos que rezaban… y otros que «sí, claro, de inmediato».
Lograron duplicar las cifras iniciales y a las cinco de la madrugada irrumpieron en el parqueo de la Región Militar junto a sesenta almas. Ya habían llegado medio centenar de estudiantes y profesores de la CUJAE y unos treinta de otras residencias, que se mezclaron con dirigentes de la Juventud y de las organizaciones estudiantiles.
El mayor Morales se entrevistó brevemente con Amaya. Era necesario hacer una explicación general de la situación a los presentes y luego precisarles la tarea, que consistía en visitar las casas de todas las personas que formaban la reserva de los cuerpos armados y entregarles una citación donde se daba cuenta de la obligación de presentarse en la Región Militar de manera inmediata.
Se dividirían en grupos, para cubrir los diferentes Consejos Populares del municipio, e irían acompañados por algunos militares y ómnibus que trasladarían a los reclutados. Los dirigentes de la Juventud se unirían «para cualquier asesoramiento político» y «el trabajo hombre a hombre».
La muchacha hizo la explicación general. Repitió literalmente las palabras de Joaquín en la reunión. Las caras de los estudiantes y profesores mostraban, al mismo tiempo, cansancio, preocupación, atención e incertidumbre. Amaya estaba en una batalla doble, por un lado, se había resistido siempre a ignorar los detalles, no le gustaba que «le sacaran un sable» o le hicieran preguntas incómodas que la descolocaran; por el otro, ella misma era la encarnación, esta vez, del cantinfleo. No sabía nada a ciencia cierta y tenía que tocar, o hablar, de oído… y lo peor era que su referencia se trataba de Joaquín, el enigmático, encartonado y dogmático Joaquín. Para su sorpresa salió ilesa. Se distribuyeron las citaciones y los grupos.
Amaya iría hacia la zona de Nuevo Vedado cercana al Cementerio Chino. Seguía la lluvia. Se empezó a naturalizar el olor. Eran las seis de la mañana, en media hora comenzaría a aclarar. «¿Será que amanece?», pensó Amaya mientras subía al ómnibus Transmetro que la trasladó hasta el parque frente al cine Acapulco.
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Para leer las entregas anteriores:
Cuba interior (o El mago que se la tragó)
Por Saúl Octavio Sánchezmedium.com
Cuba interior (o El mago que se la tragó)
Por Saúl Octavio Sánchezmedium.com
Cuba interior (o El mago que se la tragó) III
Por Saúl Octavio Sánchezmedium.com
Cuba interior (o El mago que se la tragó) IV
Por Saúl Octavio Sánchezmedium.com
Cuba interior (o El mago que se la tragó) V
Por Saúl Octavio Sánchezmedium.com