Por Saúl Octavio Sánchez
La Tizza continúa la publicación por entregas de la noveleta Cuba interior o (El mago que se la tragó).
9.
Sin encender la luz de la habitación colocó la camisa, el zambrán y la pistola sobre la cama. Entró al baño a lavarse las manos y la cara, sentía como le quemaba el polvo que levantaron las botas de los soldados en el área de formación.
Escuchó la puerta de la habitación y la risa juguetona de Mariuska, la sargento mayor de la Compañía Femenina. La luz del cuarto se encendió y estuvo atento al murmullo y los pasos en retirada:
– No, no… vamos, que el mayor Marcel está en el baño –
Mariuska era una mulata linda, de cara redonda, pelo largo rizo y ojos color miel. Tenía el cuello grueso y la papada abundante y pronunciada, lo que definía tres anillos en su cuello que se tragaban una cadena de oro con la imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre. Tenía las piernas delgadas y usaba siempre pantalones. A la altura de las rodillas, parecía empezar otro cuerpo, los muslos engordaban e iban a dar a las nalgas más grandes, firmes y redondas que Marcel hubiera visto. Por eso andaba siempre en pantalones apretados, que ahorcaban su pubis y dividían la tela de camuflaje en un triángulo perfecto y saliente surcado por tres rayas.
Mariuska era su amiga, y una excelente militar. En las maniobras, no daba respiro a las femeninas de su compañía y zarandeaba con su voz penetrante a los soldados timoratos y débiles. Ya esa semana había tenido sexo con dos reclutas y un sanitario. Una vez tuvo que hablar con ella –en plan de oficial de rango superior y no de amigo– cuando encontró a cinco infantes espiando, fuera de una habitación del cuartel de la guardia en el frente, la cabalgata de la sargento sobre un compañero apoyado en un buró. Marcel no llegó a tiempo para detener la escena y espantar a los curiosos, apenas pudo detener con su voz el temblor de las piernas del soldado y verlo derrumbarse en la mesa; al mismo tiempo que la muchacha se ajustaba el pantalón, se acomodaba el pelo, y pasaba a su lado mirando al suelo y fresca como una lechuga.
Las campanadas lo tiraron de la cama como un resorte. Tocó tres veces a Rodríguez que dormía a su lado y empezó a ajustarse la ropa de campaña. Atravesó corriendo el pasillo del ala de oficiales, pasó junto a la puerta de la Compañía Femenina, el costado de la Quinta y Cuarta Compañías de Infantería y fue a dar a la de los Zapadores. Le llegaba el alboroto por todas partes.
El guardia del cuartel, con su fusil AK en bandolera, se cuadró militarmente sin recibir respuesta.
– ¡Arriba todo el mundo! ¡Les quedan tres minutos! Ropa de campaña –se volvió al soldado de guardia– ¡En cuánto salga el último le das salida al armamento en el libro –
– ¡Primer teniente Rodríguez! –
– ¡Ordene! –
– ¡Forme a la compañía allá afuera y a paso doble para…! –en ese momento se presentó un enlace del Oficial de Guardia Superior en la puerta que susurró algo al oído de Marcel– ¡y a paso doble para el área de formación! –
– ¡Garzón! –
– ¡Ordene! –
– Sargento mayor, localice a los soldados y oficiales que están de pase. Empiece por el teniente Rojas –
– ¡A sus órdenes! –
De todas partes brotaron las voces de mando. Marcel miró su reloj, doce y quince. La marcha de las pequeñas unidades hacia el área de formación hacía vibrar la tierra. La Compañía de Zapadores fue la segunda en organizarse, después de los antiaéreos con sus botas relucientes. A su derecha, el primer teniente Massó ponía orden, con su voz ronca, en la Sexta Compañía de Infantería que agrupaba a los soldados que recién habían concluido la Previa.
Fue entonces que le llegó el olor. Lo sintió adhiriéndose a su ropa, bajo la lluvia grasienta que lo inundaba todo. No pudo definirlo, era un ácido desconocido, impenetrable. Intentó descifrarlo por negación. No era la peste del vómito de aquella borrachera monumental en su cumpleaños treinta, famosa entre sus amigos por la manera en que insistió, de manera metódica, a la camarera que servía los tragos en que «le pusieran solo dos hielos»; no tres o uno, dos cuadros perfectos de hielo. No era el olor de los soldados al volver de las prácticas de tiro durante la etapa de Previa, cuando se juntaban el sudor de doce horas, el fango del enmascaramiento, el cuero húmedo de los portacargadores y las correas de los fusiles. No era el tufo de los albergues de soldados, donde flotaban los humos de 105 pares de botas, ropa interior y trajes de campaña sin lavar, inefectivos desodorantes y perfumes para enmascarar sudor y orina. No era el olor penetrante de su noche con la negra Lescaille, en su cuarto, cuando la soldado de seis pies de altura le confesó que estaba cansada y él se alegró, y se despegaron con los sexos chorreando. No era, no debía ser, el olor que sintió Alberto en La Perlita de Paulino, como se narraba en el libro que le regaló aquel muchacho graduado de la Universidad de La Habana al que enviaron a la frontera un año antes de entrar al Instituto de Relaciones Internacionales.
– ¡Jefes de Unidades! –rugió Rodríguez Medrano– ¡Preséntense! –
Los oficiales al frente del tercio en cada pequeña unidad se dirigieron a la plataforma de mando.
El batallón se ubicaba al este de la bahía, a pocos kilómetros del poblado de Boquerón. Por su misión de servir como frontera con la Base Naval estadounidense tenía una organización integral y estaba en disposición combativa de forma permanente. A diferencia de la mayoría de las Unidades Militares, el armamento estaba al alcance directo de los soldados y oficiales en cada emplazamiento.
Frente a Medrano, reportándose, estaban los oficiales de la Compañía de Zapadores, Cuarta y Sexta compañías de Infantería, Unidad de Tanques, pelotones de Comunicación y Aseguramiento Técnico Material, compañías Femenina y Antiaérea.
– Esto no es un ejercicio. Estamos en una Alarma de Combate real — dijo en tono bajo.
– ¿Qué sucede compañero teniente coronel? — preguntó la capitana Mariela, jefa de la Compañía Femenina.
– No tenemos tiempo para explicaciones amplias. Este es el momento, como ustedes les dicen a sus subordinados, de recordar que las órdenes se cumplen y después se discuten. ¿Está claro? — terminó de manera enfática.
– ¡A sus órdenes! — respondió la oficial.
– Se ha indicado que no ocupemos las posiciones que siempre han sido asignadas para la defensa. Tenemos órdenes directas que el mayor López comunicará –
– ¡Mayor Marcel! –comenzó el jefe de Operaciones del batallón y Marcel se cuadró en posición militar– su compañía saldrá junto a los antiaéreos del capitán Batista hacia Maisí. Deben llevar todo el equipamiento que tenemos para minar y desplazarse con la batería antiaérea. Allí se pondrán a las órdenes del jefe de la Región Militar. ¡Usted va al frente del grupo!
– ¡A sus órdenes! –
– Cuando se dé la orden, recojan el equipo y diríjanse a los camiones que están en el parqueo –
– Mayor López, he ordenado presentarse a los soldados y oficiales que estaban de pase… –
– Perfecto. Se incorporarán a otras misiones cuando lleguen –
López distribuyó al resto de las tropas. Los comunicadores debían incorporarse a todas las unidades. La Cuarta Compañía de Infantería sumarse a la Quinta en el servicio de guardia en el frente, a donde se trasladaría el jefe de la Plana Mayor. La Sexta de Infantería y «las femeninas» ocuparían las posiciones de defensa alrededor del batallón, bajo las órdenes directas del Político. Los tanquistas acuartelados y poniendo a punto el armamento de combate. El pelotón de ATM velando el suministro y distribuyendo a los sanitarios por cada pequeña unidad.
– Una última cosa –precisó el jefe de Operaciones– las compañías que ocuparán las posiciones en el frente, en la defensa del batallón y los que salen a Maisí pongan en los cargadores municiones de combate, quiten las salvas y las trazadoras –
Se incorporaron a la formación. Mientras el teniente coronel explicaba a los soldados la situación en un tono impreciso y de arenga, mencionaba a los mártires de la Patria y llamaba a la firmeza contra el imperialismo yanqui, Marcel miraba a sus soldados. Definía a quiénes dejaría de guardia en el cuartel junto al sargento mayor. «Benítez, que ya una vez se quemó la mano con la pólvora de una salva mientras limpiaba el fusil; el científico, que nunca ha soportado los tres kilómetros de carrera; Pachá, que siempre protesta las órdenes».
El camión se movía como caballo cerrero. La carretera tenía muchos baches y los soldados y oficiales daban tumbos sobre los bancos de madera. El motor del ZIL rugía y Marcel lo sentía en el estómago. Los infantes, durante el servicio de guardia en el frente, se dormían sobre la carretera con el oído pegado al suelo para percibir las vibraciones del carro de relevo. Marcel no entendía cómo, en varias ocasiones, el camión tuvo que frenar en seco ante ellos para no aplastarlos: ¡los guardias no lo escucharon aproximarse! No podía creerlo. Desde el batallón, cuando estaba como Oficial de Guardia Superior, le parecía sentir el rugido del vehículo por el perímetro acercándose a la posta 15.
¡Eran seis horas hasta Maisí! ¿Qué estaría pasando? ¿Qué misión tendrían? Ya hacía mucho tiempo de aquellos días ajetreados de los 2000, cuando las cosas se pusieron tensas con la llegada a la base de los prisioneros de Afganistán. Y más tiempo de esos años noventa, en que le contaron que la gente llegaba por cientos porque los devolvían desde altamar, se lanzaban a nado a través de la bahía o intentaban cruzar a través del campo de minas. En aquellos días, se hicieron famosos varios nombres entre los soldados porque cruzaban una y otra vez. Un tal Matos Cala anunciaba a los cuatro vientos en las calles de Boquerón que se lanzaría por las minas, lo hacía, y llegaba. Los cabrones yumas lo devolvían después de repetirle frases como «la próxima vez sí te mandamos a Estados Unidos», «¡lánzate, pero primero quema una tienda o mata a un policía!, y ahí si te damos viaje directo»; o le daban unos cuantos dólares que aquí eran una fortuna y para ellos un cambio. Los más viejos le dijeron cuando llegó que Matos Cala cruzó ocho veces. En la última lo jodió una mina, y estuvo dando gritos desde las tres de la madrugada hasta que lo sacaron, desangrado, cuando empezaba a aclarar.
¡Se cayó un fusil! Era la cuarta vez.
– ¡Cojones guardias! –gritó Marcel– ¡aseguren bien esos fusiles o harán el viaje de pie hasta Maisí! –
¿Por dónde iba? Si no se hubiera incendiado el campo. Si estuviera de pase. Si el soldado no se hubiera subido a su lado en el barreminas. Si no hubiera muerto. A estas alturas ya sería, al menos, teniente coronel. Anduviera en Geely o UAZ y no en la moto Suzuki en que se le doblaba la visera con el viento y le caía polvo en los ojos.
La cabeza del primer teniente Rodríguez, su amigo y subordinado, le cayó sobre el hombro derecho. Miró alrededor. Los soldados descansaban la frente sobre el bolso de la máscara antigás o el cañón de los fusiles, se apoyaban en sus compañeros o se encorvaban sobre las rodillas.
¿Cómo pueden? Le dio un codazo a Rodríguez que se inclinó de manera instantánea al otro lado. Sacó la bayoneta y se puso a pelar una naranja que inundó con su olor el ambiente caluroso y empolvado del camión.
Para leer las entregas anteriores:
Cuba interior (o El mago que se la tragó)
Por Saúl Octavio Sánchezmedium.com
Cuba interior (o El mago que se la tragó)
Por Saúl Octavio Sánchezmedium.com
Cuba interior (o El mago que se la tragó) III
Por Saúl Octavio Sánchezmedium.com
Cuba interior (o El mago que se la tragó) IV
Por Saúl Octavio Sánchezmedium.com