Por Saúl Octavio Sánchez
La Tizza continúa la publicación por entregas de la noveleta Cuba interior o (El mago que se la tragó).
Para leer la primera, segunda y tercera entregas:
Cuba interior (o El mago que se la tragó)
Por Saúl Octavio Sánchezmedium.com
Cuba interior (o El mago que se la tragó)
Por Saúl Octavio Sánchezmedium.com
Cuba interior (o El mago que se la tragó) III
Por Saúl Octavio Sánchezmedium.com
7.
La avenida Primera en el reparto Miramar era una secuencia de casas pintadas, jardines arreglados, rejas que remarcaban el sentido de propiedad, automóviles modernos, banderas extranjeras y mar, mucho mar. Sobre ella, en la intersección con la calle 36, se hallaba una casa de descanso del Comité Nacional de la UJC. El inmueble combinaba con el lugar. Tenía casi todos los atributos: decoración reciente con predominio de los colores blanco y salmón; la hierba recién cortada, pequeñas palmas, un limonero y redondeles de rosas y vicarias; una reja verde con puertas para peatones y carros; dos autos de fabricación china en el parqueo; una bandera cubana y un penetrante olor a mar.
La casa de Primera y 36 era el lugar de encuentro de Amaya y Rafael. La muchacha llegó con discreción, llevaba un vestido verde con flores blancas a la altura de las rodillas. Tenía el pelo suelto sobre los hombros y estaba cómoda con su atuendo: el vestido le daba libertad a su cuerpo pequeño y su abundante busto. Estrenaba ropa interior, un «hilo dental» que la obligó a dedicar diez minutos en el baño a rasurar su pubis. Antes de salir, en su cuarto de la casa de visitas, se detuvo cinco minutos frente al espejo, con el pelo suelto y en ropa interior. Hizo cuatro cuclillas que absorbieron el hilo y disfrutó su cuerpo, imperfecto para muchos, repleto de belleza para ella y otros.
Rafael tenía veinte años más que Amaya. Era un negro alto y, con el tiempo, el cabello se le había pintado de blanco. Unos espejuelos se apoyaban en su ancha nariz y ocultaban unos ojos negros que aprendieron desde pequeños a escrutar con avidez.
En una habitación de la segunda planta disfrutaron el sexo. Rafael se enardecía con la espontaneidad de la joven, su fogosidad y su iniciativa. A Amaya la movía la capacidad de besar del hombre y su hablar permanente, sensual, al oído. Se combinaban dos moldes diferentes: el acto duro, casi desesperado de la muchacha; y la conciliación, la suavidad, de Rafael.
Como era usual, el hombre se quedó dormido con las piernas sobre los muslos de Amaya. La joven clavó los ojos en la luz amarilla del techo. Le ocurría a menudo: después de un disfrute tremendo, empezaba a repasar su vida. Rafael siempre fue claro: no se iba a separar de su esposa y, al mismo tiempo, «le costaba un mundo» renunciar a ella. Amaya estaba dispuesta a hablar con su esposo. Sentía cosas por Rafael, no era una simple relación utilitaria, a fin de cuentas «ella no era una puta». A esa altura de pensamientos regresaba atrás: «¿de verdad siento cosas por él o creo que las siento?». Podía ser esto último, una creencia alimentada por la distancia de sus hijos, la soledad, lo esporádico del sexo con su esposo, que a veces debía esperar dos o tres meses… Apretó los ojos húmedos, y en la cabeza le golpeó una, dos, tres veces la frase: «yo no soy una puta», «yo no soy una…», «yo no soy…».
Cayó en esa especie de sueño primero en que, cerrados los ojos, llegan las voces a lo lejos, se mueven los párpados, desfilan imágenes en ellos y corren por las pupilas todos tus muertos. «¿Están tocando? ¿Me están llamando?».
– ¡¡¡Amaya!!! ¡¡¡Amaya!!! –
– ¿Sí? Un momento. ¿Qué pasa? — Rafael se movió, sin despertarse por completo.
– ¡¡¡Está pasando algo!!! ¡¡¡Pasó algo!!! — le llegó una voz masculina desde fuera de la habitación.
– Un momento Adonis –tranquilizó al custodio– salgo en un momento –
Rafael se movió como un resorte y encontró a la izquierda de la cama, sobre el suelo, su ropa interior, mientras la muchacha se arregló el pelo y terminó de vestirse. Buscó a tientas, con los brazos y manos extendidos, el interruptor de la luz. Fue entonces que reparó en la oscuridad y en que el aire acondicionado no funcionaba. Una luz débil se filtró por debajo de la puerta de la habitación, pero fue insuficiente para develar con precisión los rasgos de una figura humana. A pesar de eso Amaya solo abrió con el espacio justo para que pasara su cuerpo.
– ¿Qué pasa Adonis? — habló a la sombra.
– Estaba viendo la actuación del mago y de pronto se fue la luz… y me doy cuenta que el celular no funciona –
– ¿Probaste el teléfono fijo? — preguntó Amaya al tiempo que tomó en sus manos la lámpara recargable y bajó las escaleras hacia la recepción ubicada en la primera planta.
En ese momento, desde la calle, llegó algo de iluminación: se habían encendido las lámparas de la avenida.
– Sin tono –dijo la joven– pero bueno, algo es algo –le indicó al custodio con un gesto tranquilizador la puerta principal, que dejó penetrar, a través de sus cristales, los finos rayitos de la luz exterior de las bombillas– Voy a verificar mi celular, ¿tienes otra lámpara? –
– No, esa es la única –
– Bueno, espérame aquí –
Amaya repitió la operación: puerta a medio abrir, roce de tetas y finalmente, la lámpara. Rafael estaba sentado en la cama, con las manos en la cabeza y los ojos abiertos, interrogantes.
– Mi celular no funciona –
– ¿Miraste el mío? –
– No sé dónde está –
Amaya movió la lámpara y lo vio sobre la mesa de noche, enredado en su hilo dental. De forma instintiva, como si significara mucho a esas alturas, tomó la prenda y se la ajustó. Después examinó el celular. Nada.
– Esto es una locura –le dijo Rafael– me tengo que ir –
– Claro, yo también –
– Ya estoy listo –
– Adelántate, ¿qué vas a hacer? –
– Voy para la Plaza –
El hombre era una exhalación.
Amaya escuchó el encendido y alejamiento del motor del carro y se dispuso a organizar el cuarto. Revisó las sábanas y estiró el cobertor. En el baño de la habitación descansó la lámpara en el suelo, se quitó el vestido y la ropa interior y sentada en la taza se auxilió de la mano izquierda para frotarse el pubis con un pequeño jabón y enjuagar con el agua recogida en un envase de helados.
La calle estaba desierta y el pestañar de las lámparas resultaba tétrico. En ese escenario, la dureza del timón del auto Lada –por razones obvias no andaba con el chofer– era cosa de niños. Tampoco circulaban vehículos. El celular seguía muerto. Una pertinaz lluvia pegaba en el parabrisas, dejando unas machas amarillentas y un olor agrio lo inundaba todo.
A la altura de Quinta Avenida y calle 30 había más movimiento, un andar apurado de carros y personas. El semáforo no funcionaba y un policía controlaba el tráfico. Entonces oyó las sirenas. Siempre la ponían nerviosa las sirenas, no distinguía ambulancias de bomberos, policías de alarmas. Apretó el acelerador y dobló a la derecha, por el carril interior, en la avenida 31.
La casa de visitas estaba parcialmente iluminada. La planta eléctrica alimentaba las áreas exteriores, la recepción, el comedor y la cocina; pero los cuartos estaban apagados. En el televisor se veía el patrón de pruebas. Susel, la custodio, la recibió en la puerta de entrada con uno de esos cigarros Criollos de olor fuerte y agresivo.
– Buenas noches Susel –
– ¿Cómo está? –
– ¿Qué será esto Secretaria? –
– No tengo idea, pero está raro. ¿No hay nada en la televisión? –
– Lo único que se recibe es el patrón de prueba, así están todos los canales –
– ¿Y el teléfono? –
– Hasta hace un momentico muerto, voy a ver ahora –
– ¿Hay alguno de los cuadros aquí? –
– No. La Secretaria pidió a todos que estuvieran en la Tribuna –
– Deja, yo reviso el teléfono –
Si la Divina Providencia tuviera carta de entrada a la cabeza de Amaya este sería un momento de confirmación de fe. Levantó el teléfono y escuchó el tono. La primera llamada fue a su casa en Holguín. Cuatro veces le martilló el oído izquierdo la voz metálica de la desconocida: «El número marcado está fuera de servicio». No era raro, fuera de La Habana todo marchaba a un ritmo más lento, a una cadencia cansina. Lo que se demoraba un día en la capital del país, tomaba dos en Santiago, tres en Holguín, cinco en Las Tunas y diez en Isla de la Juventud. Curioso, ¿no?: la isla joven era más lenta.
Se dio por vencida… «por ahora», pensó. Marcó de nuevo, en esta oportunidad el número del Puesto de Mando del Comité Nacional de la UJC.
– ¡¡¡Puesto de Mando!!! –
– Andrey, soy Amaya –
– ¡¡¡Secretaria!!!, qué bueno que llame –
– ¿Qué hay? –
– Hace unos minutos llamó la primera secretaria y nos orientó que avisáramos a todos para que se presentaran en la sede –
– ¿Ella está en la tribuna? –
– Sí. Estaba distribuyendo a los cuadros en los carros –
– Ya voy de salida –
La lluvia ácida se mantuvo golpeando los cristales del salón de reuniones, ubicado en el séptimo piso del edificio. Las luces del Malecón eran un puente en el vacío: oscuridad y nada a la izquierda, oscuridad y un mar encabritado a la derecha.
Maruchi, la primera secretaria, tenía sus ojos fijos en la mesa. Los espejuelos, sobre una nariz respingona, estaban tan empañados como su rostro, ensombrecido por diez años adicionales a sus casi cuarenta.
– Estamos esperando a Joaquín del Comité Central –
La mesa en forma de óvalo acogía una treintena de personas silenciosas, que comprobaban de manera infructuosa sus celulares. De manera ocasional, se cruzaban miradas interrogantes y asustadas, o se perdían los ojos en la oscuridad exterior.
Un cuarto de hora después irrumpió un hombre delgado, que secó sus espejuelos con los bajos de una camisa de cuadros.
– ¡Comenzamos! –
– Bueno –dijo Maruchi– el compañero Joaquín nos dará la información sobre lo que está ocurriendo –
Joaquín se ajustó los espejuelos y con una temporalidad solemne extrajo varios papeles de un portafolios marrón.
– Compañeros –inició con gravedad– imagino que se han dado cuenta que estamos ante una agresión del enemigo y debemos actuar en correspondencia. Esto significa que debemos estar más unidos y ser muy disciplinados. Esta noche, el mago británico Joshua Irving, que había sido invitado cordialmente y de igual forma recibido y atendido, se ha tragado a nuestro país. Como ustedes conocen, nuestra Defensa Civil y nuestros órganos de la Seguridad del Estado tienen una amplia experiencia para enfrentar acontecimientos como este. Ya se están dando los pasos para restablecer las comunicaciones y en lo posible, mantener informado a nuestro pueblo –
Joaquín hizo una pausa y miró a la primera secretaria que tomó la palabra.
– Ya ustedes escucharon. Le reiteramos al Partido y a la dirección del país que estamos dispuestos a todo. Por ahora, se nos pide que permanezcamos aquí y despleguemos la comunicación con las direcciones de la UJC a todos los niveles. Debemos transmitir dos cuestiones básicas, primero, la explicación sobre los hechos que nos dio el compañero Joaquín; en segundo lugar, que los diferentes niveles se subordinan al sistema de la Defensa Civil a partir de este momento. Amaya –se dirigió a la muchacha sentada a su diestra– organiza con los cuadros que están aquí la comunicación con las provincias y… me acaban de decir que se restablecen paulatinamente los servicios telefónicos en las provincias, tienen cinco minutos para llamar a sus familias –
8.
El sonido del teléfono lo hirió. Estiró la mano hacia la mesa de noche y capturó el móvil. Dio un salto de sobresalto, «¡No jodas!» pensó, y se lanzó descalzo al suelo alfombrado de la habitación. La muchacha se movió en la cama. Caminó apurado al closet y, a oscuras, removió la ropa apilada en cajones de Ikea que le servían para optimizar el espacio. Allí estaba, incansable, sonando por segunda vez. Miró el reloj de la mesa de noche, cinco y media de la madrugada, tomó el aparato y se dirigió al baño.
– ¿Sí? –
Una voz conocida, pero distante a sus afectos, le espetó secamente — Nos vemos en una hora en el sitio de siempre — y le colgó.
«¿Qué pasará? ¡De pinga!», pensó al momento en que, por instinto, volvió al cuarto y cambió el pantalón de dormir por un jean negro. La muchacha lo estudiaba desde la cama.
– Tengo que salir, un problema en la empresa. Te llamo en cuanto sepa algo — la besó y, eludiendo cualquier diálogo, se dirigió a la puerta.
El trayecto al barrio Fitzrovia del centro de Londres le dio tiempo a pensar. En los últimos años ese teléfono sonó cuatro veces para concertar los encuentros de seguimiento, y nunca más de una vez anualmente. «¿A qué viene esto ahora?». Más allá del apogeo de aquellos lejanos tiempos en que tenía que elaborar informes diarios de sus estancias en el norte de África, Turquía, Estados Unidos, el Medio Oriente y su establecimiento en Inglaterra, las cosas se habían calmado. «Eso creía yo. A lo mejor no es nada, solo un chequeo de rutina». Poco a poco, se desperezaban algunas fachadas de la Regent Street llena de tiendas. La calma de la ciudad se rompía con lentitud, la suya no. Recibió un portazo con esa llamada.
Cuando irrumpió en la cafetería ubicada en la 66 de Great Titchfield Street el local recién abría y ya el hombre, que no el Dinosaurio, estaba allí. Desde una esquina del casi vacío establecimiento le hizo señas.
– ¿Te tomas algo? — le preguntó de inmediato.
– No hace falta, ¿qué pasa? — susurró el recién llegado.
El hombre lo ignoró monumentalmente, alzó su brazo pálido y le dijo, en un inglés suelto, a la mesera que lo atendía — Por favor, me pones otro expreso y al señor le traes un jugo de naranja con croissants y luego un cortadito –y de inmediato se dirigió al joven– Este es el café más fuerte que me he tomado en Londres. Siempre vengo acá –
Resignado, Pedro guardó silencio, un silencio de medio minuto que calculó era el tiempo que necesitaba su interlocutor para sentirse con poder, el poder que por partida doble dan la información y el mando directo. En efecto.
– ¿Estás al tanto de lo que pasó? –
– No tengo idea de qué estás hablando –
– ¿No has visto nada entonces? –
– ¿De qué? ¿Por qué no hablamos en serio? –
– Lo estoy haciendo. Está en todos lados –
– No tengo idea de qué hablas –
– Bueno, en resumen, en la actuación del mago que fue a Cuba, se tragó el país –
Pedro rompió en una carcajada. Definitivamente era un chequeo de rutina y su preocupación era en vano. Su contacto frunció el ceño y disipó la risa, al tiempo que con un movimiento le señaló el televisor que tenían a su izquierda. El muchacho no picó de primera, solo la tozudez de su interlocutor le hizo girar la cabeza.
En la pantalla transmitía la BBC. Un cintillo enorme anunciaba la catástrofe. En las imágenes, los últimos instantes documentados de la actuación del mago Joshua Irving, su número final, la boca y el corte de la señal. Los aviones de reconocimiento no se acercaban aún. Se convocó a una sesión de urgencia de las Naciones Unidas y ya se había establecido contacto con las autoridades cubanas vía telefónica. Era la una de la madrugada en La Habana, ¿o en el interior de Joshua Irving?
Pedro tenía los ojos fuera de órbita. Pensó en sus padres.
– Tu familia está bien. Nerviosos, pero bien. Cálmate. Toma jugo y respira –
– ¡Es una locura! –
– Ya lo sé, pero es real… ¿Te acuerdas que hace unos años incluiste al mago y su familia en la lista de contactos? –
– Sí. Estuve trabajando con ellos para actividades de beneficencia en materia de salud y de enfrentamiento al Síndrome Respiratorio Agudo Severo y al COVID-19 –
– Exacto, ¿qué tan cerca estás de ellos? –
– Bueno, en realidad he tratado casi siempre con Margueritte, la ayudante del mago, y el financiero Rudish –
– Pues la Margueritte también está dentro del mago. ¿Tienes contacto con el financiero?, ¿algo que nos puedas dar? –
– Puedo llamarlo. ¿De verdad mi familia está bien? –
– Sí, te lo aseguro, pero tienes que concentrarte. Ahora te digo lo que debes hacer –
Decidió regresar a casa. Se sentó en el asiento de conductor y arrimó la cabeza al volante. Estaba congelado. Sus manos apretaron fuerte el timón y tenía una mueca en la cara.
– ¡Del coñesumadre! ¡Le zumba el mango! –
Su primera llamada fue al London School of Hygiene & Tropical Medicine donde debía reunirse, a las once de la mañana, con unos especialistas del Centro de Investigación de Enfermedades Tropicales de la Universidad de Salamanca. En perfecto inglés se disculpó «pues había surgido una emergencia de salud de última hora en un país norafricano que debía atender».
– Dime querido. Estoy preocupada — la voz de Ana le sonaba más ronca que de costumbre.
– No es nada, no es nada. Solo asuntos de trabajo. ¿Dónde estás? –
– En casa. Hoy entro en el turno de la noche. ¿Y tú? –
– Camino a una reunión… Paso a verte al Hospital en la noche, y hablamos… tengo que cortar. Besos –
Cambió de planes, decidió no ir a su casa, no estaba preparado para sostener una conversación con Ana. La cabeza le daba vueltas y las manos volvían, como congeladas, al volante del carro detenido. Se incorporó súbitamente, sacó el teléfono maldito y marcó el número de Ayton Rudish.
– ¿Hola? –
– ¿Señor Rudish? –
– ¿Sí? –
– Disculpe lo inapropiado de la hora. Le habla el doctor Peter Jhonson. Estuve asesorándolos en algunas campañas para financiar el enfrentamiento a enfermedades… –
– Ahhh si, ya recuerdo. No se preocupe, yo trabajo bien temprano. ¿Qué se le ofrece doctor? –
– Necesito concertar una cita con usted para un asunto muy sensible –
– Un momento… revisaré mi agenda –
– No, señor, disculpe… debe ser en el menor tiempo posible. Es un asunto muy delicado –
– Doctor Jhonson… es que precisamente ahora estamos en un momento muy delicado, como usted dice –
– De eso se trata, precisamente –
El silencio de la otra parte le demostró que había robado la atención del judío. Quedó mudo. No quería tensar la cuerda o expresar, más aun, toda su ansiedad.
– Está bien. ¿Podemos vernos a las dos de la tarde? –
– Perfecto… –
– Lo espero en mi despacho del 10 Upper Bank Street, piso 17… –
– Sé dónde es, estuve dos veces en su oficina –
– Quedamos entonces a las dos –
– Perfecto. Muchas gracias –
La ciudad le pareció pequeña. Estuvo dando vueltas durante cuatro horas antes de cruzar el puente para adentrarse en la Isla de los Perros. Cuatro horas en que la cabeza le estuvo martillando.
«¡Me cago en el mago! ¡Me cago en la seguridad del estado! ¡Me cago en mi suerte!… Esto lo cambia todo. ¿Qué voy a hacer? ¿Qué le digo a Ana María? Bueno querida, pues no solo soy Pedro Juan Castillo Arozarena y Peter Jhonson, también soy el agente Key para la seguridad cubana. No, no, no, no… lo nuestro no tiene que ver nada en eso. Yo te amo de verdad. Si todo se me ha puesto patas arriba. No es una decisión fácil, mis padres están por el medio. ¿Has visto qué locura? ¿Tragarse un país? Parece un cuento fantástico, o una novela… No, no, te repito, esto de nosotros es limpio. No nos demos un tiempo, resolvamos esto juntos… No te he mentido. No te he querido mentir. ¿Se enterarán en el trabajo? ¿Me despedirán? ¿Tendré que evaporarme? ¡Coño, que ya me he hecho una vida aquí! ¡Ya son quince años! ¿Y mis padres?… ¿Y el despacho del judío, estará “limpio”? ¿Habrá escuchas?».
Ayton Rudish lo recibió con la cara inexpresiva de siempre. Lo invitó a sentarse en un sofá y le extendió un vaso con agua. El judío tomó asiento a su lado, con una cercanía que en otras circunstancias le hubiera molestado.
– ¿Y? — lo interpeló en voz baja pero con una dicción clara.
– Usted sabe que yo nací en Cuba… mis padres viven allá y… me acabo de enterar de lo ocurrido en la actuación del señor Joshua Irving en La Habana… –
– ¿Y de qué se enteró usted exactamente? — lo interrumpió Rudish.
– Bueno, todo es muy confuso. Vi la noticia en la BBC –
– Lo mismo que yo, ¿y acude a mí porque…? –
– Bueno… En realidad me contactaron de la embajada cubana –tartamudeó Pedro/Peter/Key– para que intercediera… quizás podría ayudarnos con algo… –
Ayton Rudish lo heló con la mirada. Su frente ancha se cortaba en unos pequeños y adormilados ojos. Aun así, allí, la cabeza se le antojaba émula de Medusa. Volvió el silencio. El judío parecía hacer cuentas mentales. Y las hacía. En los últimos tiempos su relación con Joshua se tensó por los desacuerdos con su esposa Kathleen. La situación financiera no andaba bien y el mago había perdido todo interés por esos asuntos. Su fidelidad la había probado una y otra vez manteniendo la discreción, llevando una vida relativamente austera, siendo honesto y rechazando propuestas de empleo, y eso parecía no importar. Si Pedro/Peter/Key hubiera ido con la intención de hurgar, sobre la mesa se encontraría una jugosa propuesta que le hacían al financiero sus vecinos del piso 14, la empresa multinacional Infosys Technologies Limited. Además, todo este affaire de La Habana podía acabar con el mago y el grupo de personas que vivían de él y para él.
– Creo que tengo algo para usted — le dijo secamente Rudish después de hacer cuentas. Y Key se sintió como Perseo cortando la cabeza a Medusa.