Por Saúl Octavio Sánchez
La Tizza continúa la publicación por entregas de la noveleta Cuba interior o (El mago que se la tragó).
Para leer la primera y segunda entregas:
Cuba interior (o El mago que se la tragó)
Por Saúl Octavio Sánchezmedium.com
Cuba interior (o El mago que se la tragó)
Por Saúl Octavio Sánchezmedium.com
5.
La reposición de El rey Lear de Shakespeare disparó el precio de las entradas. Por fortuna, Peter Jhonson recibió dos invitaciones –cortesía de su empresa– y se dispuso a disfrutar la obra, con el aderezo simbólico de hacerlo en la cuna de la famosa tragedia.
El Shakespeare’s Globe Theatre recibía unos 1500 espectadores y en esa primera función se encontraba la crema y nata de la sociedad londinense. Entre ellos, Pedro Juan Castillo Arozarena –ahora Peter Jhonson– cubano de origen, microbiólogo de profesión y amante del teatro pasaba inadvertido. Desde su llegada a Londres, casi coincidente con la reapertura de El Globo, se preguntó si asistiría alguna vez a una representación en la majestuosa e histórica instalación; y ahora, 11 años después, lo consiguió. Sinceramente, pensó que le costaría más trabajo y tiempo.
De manera automática, la concreción del deseo lo sumergió en un pase de revista a los últimos veinte años de su existencia. La lejana Cuba, tierra de sus padres y que aun sentía suya le abrió los caminos en su infancia y juventud. Hijo de profesores universitarios, que derivaron en chofer de alquiler y cajera de una Casa de Cambio en los noventa, se graduó con Título de Oro en la Facultad de Biología de la Universidad de La Habana, fue presidente de la FEU de su facultad y lo «ubicaron» a cumplir el servicio social en el Instituto de Medicina Tropical Pedro Kourí, incluyendo un intermezzo para un curso especial fuera de la capital del país.
Fiel a su vocación científica se incorporó a uno de los grupos de investigación del Instituto, en específico al de virología, y de manera rápida identificó un área de desarrollo que propuso al colectivo. En apenas dos años, Pedro Castillo –todavía en el servicio social– dirigía un equipo de tres investigadores enfocados en el estudio de los coronavirus y tuvo la oportunidad de realizar tres meses de trabajo de campo en el norte de África. Los resultados de investigación y los contactos realizados durante su estancia en África le abrieron el camino para una beca en la Koc University de Estambul, y logró un cierre dorado con la publicación de un artículo en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences.
El azar se combinó con sus éxitos como investigador y en 2003 irrumpió el Síndrome Respiratorio Agudo Severo (SARS) causando centenares de muertos. Recién culminados sus estudios de maestría en Turquía, recibió una propuesta del Instituto Dana Farber y la Universidad de Carolina del Norte para un estudio de campo en China. Por primera vez tendría la oportunidad de ingresar a un laboratorio con infraestructura de alta bioseguridad y ello complementaría –en la práctica– sus estudios. De inmediato se acercó al consulado cubano en Estambul y solicitó la autorización del Instituto Pedro Kourí para aceptar la propuesta; un paso formal –pensó Pedro– que llenaría de orgullo y prestigio a su institución. La respuesta le llegó por un funcionario del consulado. La negativa se fundamentó en que lo esperaban para sustituir al frente de un grupo a otro compañero que debía iniciar un programa doctoral.
La furia lo dominó, tomó los ahorros de la beca que estaban destinados a comprar un apartamento en La Habana y pagar la reparación de la casa de sus padres y sostuvo un encuentro secreto con dos investigadores británicos. Un mes después se asentaba en Londres, aupado por el National Health Service (NHS) que facilitó los trámites legales. Al mismo tiempo, una bióloga valenciana ocupó su lugar en el grupo de trabajo para la investigación del SARS en China y el Consejo de Dirección del Instituto de Medicina Tropical Pedro Kourí lo declaró desertor.
Su momento cumbre como profesional llegó en 2012 cuando, después de impartir docencia de posgrado en la Universidad del Rey Abdulaziz en Arabia Saudita, fue contratado por la Organización Mundial de la Salud, el Hospital Monte Sinai de Nueva York y la Agencia de Defensa para Proyectos de Investigación Avanzada (DARPA) de los Estados Unidos como integrante del equipo de trabajo para el enfrentamiento al Síndrome Respiratorio de Oriente Medio (MERS — Co V). Con la preocupación del contagio, disminuida y subordinada a la pasión por la investigación y a su vocación humanista, Pedro Juan Castillo Arozarena (ya para entonces doctor Peter Jhonson) recorrió durante un año la geografía Saudí, los Emiratos Árabes Unidos, Qatar, Jordania y Kuwait.
Ahora, abrigado por el esplendor de The Globe confirmó que los años de sacrificio, de distanciamiento de sus padres –se negaron a acompañarlo y él solo logró autorización para viajar a Cuba dos veces– valieron la pena.
Se acercaba el clímax de la tragedia: Lear ve cómo su hija Cordelia es estrangulada y muere vencido por el dolor. Peter Jhonson, apostado en su banqueta del Globo, tuvo la oportunidad de maldecir a las Goneril y Regan que marcaron sus tropiezos amorosos; de herir en sus pensamientos a los Edmund que en Cuba o Londres le han hecho mal. Las palabras de Edgard a su padre ciego le quemaron los oídos: «Los hombres han de tener paciencia para salir de este mundo, tanto como para entrar». Paciencia… miró el reloj y como un resorte abandonó su asiento entre los aplausos del público, se apuró a la salida sin tributar una mirada a los actores que, ante el bullicio, se inclinaron en el escenario.
Peter Jhonson demoró quince minutos en llegar a su auto. El frío lo golpeó levemente mientras llamaba a su novia para anunciarle la salida del teatro. Como siempre, buscó las vías principales para dirigirse al Hospital Saint Thomas, aunque alargaba el viaje, prefirió tomar Southwark y conectar con Stamford y York Road. Apenas a un kilómetro del destino su teléfono sonó:
– ¿Pedro? — inundó todo el carro una voz femenina y algo ronca.
– Ya estoy llegando amor –
– Ok, acabo de salir, voy caminando al parqueo –
El camino para recoger a Ana María siempre le resultaba agradable. El Hospital se encontraba en un punto destacado del paisaje urbano de Londres, sobre el río Támesis en la ribera opuesta al Palacio de Westminster. Pero sin dudas, su imagen predilecta era la forma en que la centenaria instalación abrigaba la figura de Ana. Su pelo rubio ensortijado asomó del gorro y cayó desordenado sobre sus hombros, que apenas se movieron con el vaivén cadencioso de la cartera sostenida en la mano derecha. Estaba toda cubierta, entre el gorro, el abrigo, los guantes y las botas; pero aun así Peter desentrañó su imperfecta y mágica figura: esos senos robustos y blancos, su piel fina llena de lunares, sus pecas en los hombros, sus inexistentes caderas y esas piernas gruesas que parecían otros muslos.
– Hola amor –
– ¿Qué tal tu día? –
– Con mucho trabajo… hubo un accidente en la estación Waterloo y Emergencias estuvo repleto hasta las cuatro de la tarde… Estoy exhausta –
– Pues a mí me fue bien, tuve una excelente reunión con la Junta del Hospital Charing Cross –hizo una pausa grandilocuente– … y te extrañé mucho en El Globo –
Peter se volvió, a la caza de una sonrisa, pero Ana María había roto su propio record de tiempo para dormirse. Por la fuerza, haría el viaje hasta Pimlico en silencio. Ajustó el volumen de la música y cambió a la melódica Norah Jones, mientras reconstruyó la historia de su novia, otra migrante al Londres moderno, pero por caminos diferentes a los suyos.
Ana María Montalbán era valenciana. Su familia tenía un chalet en las afueras de su ciudad natal, su madre era una decoradora de interiores sin mucho éxito y su padre cultivaba naranjas. Desde pequeña adoró cantar en las reuniones familiares y sus tres hermanos varones la celebraban. Así se hizo cantaora en un grupo tradicional y alternó sus estudios de enfermería con presentaciones en bares de Valencia, Benicassim y Ciudad Real. Justo cuando cumplió veintiocho años, comenzaron a pasar factura las noches de hospital, el cigarro, los excesos en el trabajo… y la voz empezó a ser menos clara, a perder fuerza y limpieza. Como todo cae junto, su madre tuvo menos ofertas de trabajo, su padre vendió el terreno de cultivo a una inmobiliaria y sus hermanos tomaron caminos diferentes: José en Madrid como profesor de un colegio, Andrés en paro y Luis se metió en política arrastrado por la novedad reformista de PODEMOS.
De esa cantaora de voz ronca, ojos tristes, pelo ensortijado y permanentes reminiscencias llorosas se enamoró Pedro Juan Castillo en un bar de Ciudad Real. Invitado por su amigo Jaime, un colega del preuniversitario y de la Facultad de Biología que residía en esa ciudad española donde trabajaba como maestro, Pedro se sorprendió inundado por la versión de Vete de mí que escuchara por primera vez en voz de El Cigala y ahora esa rubia «tetona y gordita» –según Jaime– cargó de sentido. Por si fuera poco, después la muchacha lo golpeó, desarmó, desnudó con un arreglo de Ojos rojos de su venerado Fito Páez. La cantaora no sobrevivió la sexta canción, pero fue motivo suficiente para acercarse a ella, invitarla a un trago y alargar cuatro días su viaje a España.
Fueron 96 horas toda intensidad. Las dos primeras noches Ana María prefirió escuchar, reservó la poca voz que le dejaba la actuación nocturna para las respuestas de rigor: su nombre, su historia inicial, su familia… limpiando la garganta con los tragos de brandy a que la invitó Pedro Juan. El cubano era todo naturalidad, hablar enfático y beber lento, como estirando las líneas de vodka y las palabras, de modo que en las primeras cinco horas de conversación se mostró completo a la rubia valenciana.
Con el fin de las presentaciones en el bar, les quedaron dos días para disfrutar la intimidad y fue Ana María quien se enseñó toda, liberando en el sexo el cúmulo de golpes de los últimos años. Inundó con sus senos los labios de Pedro. Lo emboscó por primera vez en el camerino del bar, lo arrastró a un closet para un sexo rápido y estrecho, con la complicidad de quienes entraban al camerino y anunciaban, entre señas y risas, los jadeos y los golpes de pared.
Se repitieron varias veces en el hotel donde se alojó Mr. Peter Jhonson. Todos los esquemas, los falsos esquemas, se rompieron. Pedro descubrió todo el ardor de Ana, que echó por tierra las reiteradas y cansinas construcciones cinematográficas de las coproducciones eurocubanas en que las cubanas (o los cubanos) –de preferencia mestizos o negros– poseían como mejor (y a veces único) atributo erigirse en «máquinas sexuales». Ana derribó esos esquemas, alargó el sexo, sin artificios y con monogamia. No llegó con aires civilizatorios, no abusó de las formas propias de hablar, no miró con recelo al migrante, no se esforzó por pasar de inteligente. No podía hacerlo y, sobre todo, no lo quería.
Después el teléfono y las redes hicieron lo suyo. En un año Peter viajó tres veces a España y Ana María visitó Londres por primera vez, hasta que decidieron establecerse en la capital británica.
El auto se acercaba a su destino, irrumpió en Belgrave Road y Peter Jhonson volvió a mirar a su novia. Sonó el teléfono y Ana María abrió los ojos:
– Hola papá –respondió Pedro al identificar el número– ¿cómo van las cosas? –
– Todo bien hijo, ¿ya estás en la casa? ¿allá son las 11 y 30? ¿no? –
– Si papá, 11 y 30, así que allá en Cuba todavía está el sol afuera. Tengo el altavoz puesto porque estoy manejando a la casa. Ya casi llegamos –
– ¿Está Anita contigo? –
– Si, la recogí hace un rato en el hospital –
– Hola Pedro –saludó con su voz ronca la joven– ¿todo bien por allá? –
– Todo bien, muchas gracias –
– ¿Y Haydée cómo está? –
– Está bien, ahora le paso el teléfono. Besos a los dos –
– Pedro…. –
– Dime mamá –
– Oye, nos acordamos mucho de ustedes. Esto es una locura con la llegada del mago… –
– ¿Cómo fue la cosa? –
– ¡¡¡¡Tremenda!!!! Llegó por la tarde y trasmitieron todo por la televisión. Nosotros tuvimos que salir a Tulipán y Boyeros a saludarlo, porque hicieron convocatoria por los CDR y todo… — Ana María no pudo ocultar su desconocimiento cuando la madre de Pedro mencionó las siglas y él le esbozó una sonrisa y le indicó con la mano derecha que después le explicaba.
– ¡¡¡¡Ya tú sabes!!!! Bueno, ¿recibieron las entradas para la presentación de mañana? –
– Sí mijo, las enviaron de la Embajada y también nos llamó Margueritte, la ayudante del mago. ¡¡¡¡Muy agradable!!!! –
– Qué bien, yo sabía que ella no fallaba, es muy metódica y buena persona –
– Bueno Pedro, te llamamos mañana al salir de la presentación. Un beso grande. Un beso Ana –
– También para usted — respondió la muchacha.
La conversación telefónica cubrió el tramo que les faltaba. El moderno edificio de quince plantas tenía un parqueo espacioso. Pedro tomó su maletín de trabajo y la cartera de Ana en la mano izquierda y con su brazo derecho rodeó la cintura de su novia, en un cariñoso acto que la protegió de una caída. Caminaron despacio, sonrientes, y tomaron el elevador hasta el séptimo piso, que se convirtió –al menos esa noche– en un nido de descanso.
6.
Joshua Irving no abusó durante la comida, apenas probó unas ensaladas, un pedazo de salmón y una copa de vino. De forma metódica revisó el traje preparado por Kate y repitió su tradicional y automático acto de retirar los hilos sobrantes. Acomodó su pelo rubio y Margueritte lo ayudó a ocultar un poco las pecas del rostro.
El camino al lugar de la actuación especial le pareció más largo. Una multitud de personas afluía de todos los lugares y una infinidad de autos, buses, camiones se apilaban en la avenida del Malecón. En el salón de espera todo estaba listo, le aguardaba un Gin Tonic y a su señal, llegó apresurado el café Serrano.
El bullicio fuera de la instalación apenas era aplacado por las paredes, las puertas y el sonido sordo del aire acondicionado. La Tribuna Antimperialista acogía 30 mil personas, que se acomodaron aupados por la música de Adele, la última versión de We are de world y un Elthon John que sonaba por primera vez desafiando al mar.
Joshua observó a los dos hombres que conversaban en una esquina de la locación. Uno era el director Alonso y el otro, con el que nunca habló directamente, respondía al nombre de Javier Gómez y era un funcionario del Departamento Ideológico del Comité Central del Partido Comunista. Pero eso el mago británico no lo sabía. Si la curiosidad lo hubiera picado, le pediría a Margueritte que se acercara a los hombres y se enteraría que el diálogo era un riguroso ejercicio matemático de sumas, multiplicaciones y aproximaciones.
– Bueno Alonso, ya llegamos a los treinta mil participantes –
– Ha salido bien la cosa entonces –
– Es que todos los «conceptos» cumplieron –por fortuna a Joshua no le picó la curiosidad porque implicaría la tarea adicional de explicarle cómo un grupo de personas y la obligación se convierten en un «concepto»– vinieron los estudiantes de la UCI, los Instructores de Arte, los estudiantes becados, las escuelas militares, los cuadros –otro término que le causaría dolores de cabeza al mago– y los estudiantes de la FEEM –.
– Y además hay mucha gente que vino espontáneamente –
– Así mismo… ¡esto es un tiro! –sentenció con entusiasmo Javier Gómez– creo que podemos empezar –
Alonso hizo una señal a Margueritte y la asistente se dirigió con agilidad al mago, que se puso en pie. El jefe técnico Browlin se comunicó con los técnicos de luces y audio, comenzó a sonar la música de Morricone y, al tiempo que el escenario quedó a oscuras, el bullicio de la gente cedió y el mago, seguido por el eficiente Ernest, sintió sonar bajo sus zapatos los escalones de acceso a la explanada.
La magia cubrió la geografía cubana y universal. Desde el Malecón de La Habana trasmitían cientos de periodistas acreditados, y la Televisión Cubana encadenó las trasmisiones de los canales Cubavisión y los Educativos.
La mayoría de los presentes atendía las ejecuciones. La referencia de la noche anterior en el Parisien definió el punto de partida a Joshua. Comenzó por una piedra de medio metro de diámetro que engulló en apenas cinco minutos. Los asistentes se debatían entre la admiración, la incredulidad y algunas dosis de preocupación al ver los amplios movimientos del cuerpo del mago.
Su segundo acto fue especialmente simbólico. Desde la intersección de las avenidas G y Carlos III se arrancó y trasladó una valla gigante en que se leía «Abajo el bloqueo yanqui». Joshua la tragó en tres minutos, el público estalló en aplausos y un joven con pulóver rojo y las venas exaltadas gritó «¡Abajo el bloqueo! ¡Viva el mago!».
Solicitó unos minutos de receso para ejecutar su principal acto. Para cubrir el bache, escaló a la tribuna un Instructor de Arte que en su discurso agradeció «a la Revolución y al mago por la oportunidad» e hizo patente «el compromiso de marchar a Londres si fuese necesario para brindar nuestra solidaridad».
La música volvió a sonar, la gente a gritar, el viento del norte a soplar y la oscuridad reinó en el Malecón de La Habana. En la plataforma, dentro de un círculo de luz artificial, el famoso mago británico Joshua Irving, un rubio de seis pies, delgado, de ojos saltones y pecas, realizaría un acto para asombrar al mundo.
Llegó el gran número: el mago cerró los ojos, se produjo silencio y expectación total, abrió la boca y … se tragó a Cuba.
Los muchos años de entrenamiento condicionaron la reacción inicial. Al instante se produjo una ovación cerrada, masiva. La oscuridad, la caída libre y el ardor de los jugos gástricos catalizaron el terror. De inmediato se activaron los Puestos de Mando, los Consejos de Defensa y el timbrar de los teléfonos se hizo insoportable.
La geografía había cambiado. Donde hubo un archipiélago, en el centro del Caribe, se erguía ahora el mago gigante que lo engulló. Cuba era un país doble. Poco más de once millones de almas se acomodaron en el saco interior que era el estómago de Irving; otros dos millones diaspóricos asistieron despavoridos al espectáculo.
Hubo una tendencia inicial de suicidios. Los estudios científicos que siguieron a la catástrofe, ubicaron la mayoría de ellos en el sector de cubanos y residentes extranjeros con celular: traumatizados ante la inacción de los equipos, identificaron el problema con una acción gubernamental de supresión de la telefonía móvil.
En la Cuba interior un grupo de dirigentes, casi todos muy jóvenes, no actuaron con agilidad y quedaron encerrados en sus casas, anonadados por la disfuncionalidad de los celulares que les impidió recibir «las orientaciones precisas». Con las manos en la cabeza, clavaron sus ojos durante minutos interminables en las pantallas de sus móviles. Se miraban impávidos, y en los ojos afloró la duda, el miedo a tomar la iniciativa que pudiera ser castigada por rebelde, inconsulta y conspirativa.
Los de la Tribuna tuvieron movimientos opuestos, pero igual de inefectivos. Los 15 mil «espontáneos» estaban deslumbrados y comenzaron a protestar por la desaparición de Joshua, ni siquiera comprendieron su condición (la de ellos) primaria en la cadena alimenticia. Los 15 mil «movilizados por conceptos» permanecieron sentados con disciplina, sin comprender nada, pero seguros de ser observados por sus profesores y dirigentes.
Fieles a su tradición, muchos estudiantes universitarios se concentraron en la escalinata de la Universidad de La Habana e iniciaron un debate, empeñados en identificar la causa y el efecto de la situación y, sobre todo, en ofrecer soluciones que debían ejecutar «los de arriba». Mención aparte a la Universidad de las Ciencias Informáticas, que cumplió la trascendental tarea de elaborar y trasmitir los estados de opinión en un momento tan importante para la nación cubana.
Para leer las siguientes entregas:
Cuba interior (o El mago que se la tragó) IV
Por Saúl Octavio Sánchezmedium.com