Por Saúl Octavio Sánchez
La Tizza continúa la publicación por entregas de la noveleta Cuba interior o (El mago que se la tragó).
Para leer la primera entrega:
Cuba interior (o El mago que se la tragó)
Por Saúl Octavio Sánchezmedium.com
3.
La edición LXV de la Serie Nacional se inició un mes atrás. La temporada anterior vio coronarse a un sorprendente Pinar del Río, de la mano del otrora estelar jugador y ahora director Donald Duarte. Los vaivenes de la tabla de posiciones en la serie y la casualidad, dejaron para los inicios de diciembre la subserie entre los equipos abrazados en el primer lugar: Santiago de Cuba y Villa Clara. Por el interés del tope, desde la ciudad naranja se trasmitía por Tele Rebelde a todo el país.
Marcel entró a la habitación, encendió el televisor y respiró con alivio: se habían jugado solo tres entradas y el desafío marchaba empatado a 0 carreras; «no me he perdido nada» pensó. Se quitó la empolvada camisa con cierta dificultad y la lanzó al cesto de ropa sucia, ubicado en la esquina derecha del cuarto, justo al lado de la mesita de madera que sostenía el televisor. Tocó la puerta del baño –que compartía con otra habitación– sin recibir respuesta: «deben estar en la puntualización».
El sonido de la ducha no le impidió escuchar, a través de la puerta abierta del baño, que el camarero Andrés Olivera «enganchó» una recta lanzada por el diestro Irandy Sánchez y la pegó de aire contra las cercas entre left y center. «Así», sabía que ese era el juego que debían ganar los santiagueros, Ulfrido Betancourt se presentó en excelente forma y al día siguiente iba a lanzar por los naranjas el casi imbateable Rolando Álvarez.
Como buen oriental, Marcel apostaba por la victoria de los equipos de su región y de manera especial por el histórico Santiago de Cuba. Por fortuna, la serie anterior le proporcionó el alegrón de una brillante actuación del equipo de su provincia: Guantánamo, que se «coló» entre los cuatro grandes del campeonato. Esta serie los guantanameros no comenzaron bien, hasta ese momento –a falta de 18 desafíos para el cierre de la primera etapa– se encontraban fuera de la clasificación para la siguiente ronda. Por eso, centró su atención en la novena de Santiago de Cuba.
Terminó de secarse sobre una de las camas personales del cuarto, a tiempo para ver cómo el cuarto bate Orestes Silva golfeó una curva en zona baja y envió una línea junto a la raya del right field que, aunque bien fildeada por Noslén Zamora, permitió el avance hasta la tercera base al corredor Olivera. La visita al box del entrenador de Villa Clara le dio tiempo a buscar en la mesa de noche, situada para separar las camas, el tubo de pomada que utilizaba para las fricciones nocturnas. Lo exprimió de manera mecánica y comenzó a frotar primero el hombro derecho, luego la espalda, extendiendo el movimiento desde el omóplato hasta la cintura. El olor a mentol inundó la habitación. Mientras, en el desafío, la dirección villaclareña decidió transferir intencionalmente a Luis Bell para intentar un doble play con Ángel Hurtado; pero el veterano jardinero central elevó un fly a la zona de seguridad e impulsó la primera y única carrera que definiría a la postre el juego.
A eso de las diez de la noche, cuando se jugaba la parte baja de la octava entrada, entró su compañero de cuarto.
– Dime Marcel, ¿sigue una por cero? –
– Sí, y seguirá. Imagínate que Ulfrido anda solo por 75 lanzamientos. Ya Larduet puso a calentar a Delá y Wilson Sánchez. Está claro que hoy tiene que ganar –
– Está claro. Mañana con Rolando Álvarez es por gusto –
– ¿Terminaron la puntualización? –
– No, tocaron la campana ahora. ¿Vas a ir? –
– ¡Qué va! La franja de seguridad me mató hoy. Ocúpate de la compañía –
– Está bien –
El primer teniente Rodríguez abandonó el cuarto. Marcel acomodó la espalda sobre la almohada, dispuesto a disfrutar el final del juego. Como siempre, comenzó a maquinar mentalmente: «Ahora está formando la compañía. Ibáñez de oficial de guardia. Mis soldados allí, un grupo estuvo trabajando hoy en la franja, deben estar fundidos y seguro a Ibáñez le da por estirar la puntualización. Rodríguez no le va a decir que libere a la compañía o, al menos, al pelotón que me llevé para la franja… ¡Del carajo esto!».
A velocidad de tiempos de guerra, vistió una de las tres mudas de ropa que utilizaba por las noches. Sacudió el polvo de sus botas y colocó las charreteras. Salió del cuarto justo cuando el cerrador Castillo retiraba a los santiagueros a ritmo de conga (1, 2 y 3) en la parte alta del noveno, con el aderezo de ponches a Silva y Bell. La mesa quedaba servida para el cierre, pero el mayor Marcel Lamorouth recorría los pasillos que separaban el bloque de oficiales del área de puntualización, desde donde llegó la voz del mayor Ibáñez: «¡¡¡¡Parte!!!».
– Compañía de Zapadores. ¡Con los presentes! Frente al tercio, primer teniente Rodríguez Pérez –
– Cuarta Compañía de Infantería. ¡Con los presentes! Capitán Barzaga –
– Sexta Compañía de Infantería. ¡Con los presentes! Primer teniente Massó –
– Pelotón de ATM. ¡Con los presentes! Sargento mayor Estrada –
– Pelotón de Comunicaciones. ¡Con los presentes! Subteniente Vargas –
– Compañía Antiaérea. ¡Con los presentes! Teniente Ascencio –
Los cambios de temperatura eran letales para la espalda de Marcel. En plena madrugada lo despertó el dolor en la zona del omóplato y de nuevo tuvo que acudir a las fricciones. Apoyó la almohada en la pared y comenzó a recordar aquella madrugada, siete años atrás, calurosa y seca, que definió la última etapa de su vida.
Podía repetir metódicamente la sucesión de acontecimientos durante la guardia que, en su condición de Jefe de la Plana Mayor del Batallón, significaba desempeñarse al frente de la unidad. Sobre las cuatro de la mañana tomaba un descanso después de supervisar el relevo de las postas y le bastaron tres toques en la puerta del Comandante de la guardia para despertar de un sueño que no lo era.
– ¿Sí? — preguntó al sargento, que no podía ocultar su nerviosismo.
– Permiso compañero mayor, lo llama el capitán Pileta desde el frente –
Marcel se dirigió con premura al salón de comunicaciones y tomó el teléfono que funcionaba como línea directa –también llamada «caliente»– entre el Comandante de la guardia del frente y el Batallón.
– ¡¡¡Hablando!!! –
– Compañero mayor, tenemos un hecho extraordinario en la guardia. A la altura de la posta 14 se produjo la explosión de tres minas –
– ¿Han podido identificar las causas? –
– No. El primer teniente Alfaro salió para la zona –
– ¿Y qué dice la posta? –
– Todo está tranquilo. Pero les llamó la atención la sucesión de las explosiones –
– Comuníquese con Alfaro y dígale que salgo para allá. Llame a la posta 15 e informe –
– ¡¡¡A sus órdenes!!! –
En ese momento entró en el salón el ayudante del oficial de guardia superior, primer teniente Díaz Claro, a la sazón segundo jefe de una compañía de infantería. Se ajustaba el brazalete en su brazo derecho.
– ¡Ordene, mayor! –
– Claro, quédate al frente del batallón que voy a salir para el frente. No informes todavía a la Brigada. Comunícate con los puestos de observación de Altura 76 y Picote para que se sitúe al habla el oficial de guardia. Llama a los oficiales de la compañía de zapadores que estén en la unidad –
– ¡A sus órdenes! –
– Ahhh, y no desatiendas la preparación del relevo de las seis –
La posta 14 era conocida por soldados y oficiales como «Banco de sangre», en franca alusión a los efectos devastadores producidos por los mosquitos, que adquirían proporciones jurásicas. Dos soldados, con sus AK-47 terciados sobre los portacargadores que llevaban en el pecho le informaron la situación: a las tres explosiones iniciales se sumaron otras dos en la parte conocida como «el salinazo», situación preocupante porque no se podría culpar a las jutías ya que en esa parte no existían árboles. Apenas se bajó del jeep, el mayor Marcel percibió un tenue olor a quemado y mientras recibía la información clavó sus ojos en la zona donde presumiblemente se habían producido las detonaciones.
Sus temores se confirmaron diez minutos después. Una pequeña llama emergió a unos 500 metros de la cerca perimetral. La peor amenaza para el campo minado radicaba en la propagación de un fuego que, con el detonar de las minas, podía alcanzar grandes proporciones. El peligro se multiplicaría si el fuego avanzaba hacia el oeste y llegaba a la zona arbolada.
– ¡Alfaro! Suba a la posta y comuníquese con el batallón, informe a Claro que debe comunicarse con la brigada y con el jefe de batallón para explicarles la situación. ¡Qué ponga en alarma de combate un pelotón de zapadores y lo envíe para acá con los medios necesarios! Llame luego al capitán Pileta, que envíe el carro de relevo con diez soldados, que traigan medios contraincendios y que también llame a la brigada y al jefe de batallón –
– ¡A sus órdenes! –
Marcel clavó sus ojos en «el salinazo», la llama se convirtió en un hilo y se hizo acompañar por otra explosión. Una brisa caprichosa comenzó a soplar desde el noreste, con la calmada pero firme voluntad de expandir el siniestro. Estudió las posibles vías de acceso al campo minado y los medios que tendría para ello, sincronizó el cronómetro y calculó que los zapadores tardarían unos veinte minutos.
A esta altura se le enturbiaron los recuerdos, quizás como un mecanismo para ocultarle el «error de procedimiento» que todos le achacaron; o tal vez, porque la decisión de aplacar el fuego desbocó una ráfaga de hechos imposibles de concientizar. La explosión lo emboscó cuando se trasladaba en el vehículo «barreminas», casi controlada la situación. Salió despedido e inconsciente, y la próxima imagen le llegó acostado en la sala de recuperación del Hospital Provincial de Guantánamo después de una intervención quirúrgica de siete horas, presagio de una herencia que alcanzó la cifra de cinco operaciones.
La rehabilitación física fue larga, arrastrando dolores por los fragmentos que se incrustaron en su cabeza, su cara, las piernas y, sobre todo, la espalda. Sin embargo, la principal carga que arrastró fue ajena: la muerte del soldado que lo acompañó sobre el «barreminas». Después de su reincorporación a la vida militar se sucedieron los efectos legales: la democión del cargo, pasando de Jefe de la Plana Mayor del batallón a segundo jefe de la compañía de zapadores y la degradación de mayor a capitán de las Fuerzas Armadas.
Los dolores del pensamiento aplacaron los dolores físicos y Marcel pudo recuperar el sueño una hora antes del primer toque de campanas. Al amanecer, inspeccionó el estado del cuartel, realizando un riguroso y metódico examen al tendido de las camas, la organización de las taquillas, la limpieza del baño y la situación del libro de entrada y salida del armamento. Luego se dirigió al área que le correspondía «atender» a la compañía, ubicada detrás del almacén de víveres y recibió con agrado el estado de la misma: el primer teniente Rodríguez demostraba nuevamente su eficiencia y ascendencia sobre los soldados.
La radio base del batallón reproducía la parrilla informativa de Radio Rebelde, con la visita del mago británico Joshua Irving como titular. Se anunció el programa de actividades para el día y Marcel confirmó que era bien cargado: una ofrenda en la Plaza de la Revolución José Martí, visitas a varias escuelas y una actuación nocturna.
El área de formación estaba en plena ebullición. Las diferentes unidades se incorporaban después de limpiar las áreas asignadas. Los oficiales organizaban las escuadras, pelotones y compañías. El mayor Ibáñez, con su brazalete en el que aparecían en blanco las letras OGS (Oficial de Guardia Superior), se mantenía atento a la llegada del teniente coronel Rodríguez Medrano, jefe del batallón. Marcel se situó al frente de la compañía de zapadores.
– ¡¡¡Firmes!!! –la voz de Ibáñez coincidió con la irrupción en la plaza del jefe de batallón que, ya en la plataforma, adoptó la posición marcial del saludo– ¡¡¡Parte!!! –
Se repitió el proceso de la noche anterior, que concluyó el oficial de guardia girando noventa grados e informando:
– Compañero teniente coronel, ¡¡¡el batallón se encuentra formado cuerpo presente!!! Oficial de guardia superior, mayor Ibáñez Moreira, jefe de operaciones –
El resumen de la guardia transcurrió con tranquilidad: la basificación aérea y naval en la Base Naval de Guantánamo permanecía en los registros acostumbrados y no se habían producido hechos extraordinarios. Se precisaron las tareas del día. A la compañía de zapadores se asignó el acostumbrado trabajo de mantenimiento en la franja de seguridad y uno de los pelotones dedicaría la mañana a las clases de superación política con el teniente Castro, político de la pequeña unidad. Marcel se dispuso para acompañar a sus soldados, el mantenimiento de la franja era la actividad más dura porque implicaba unas seis horas al sol, aunque esos días de diciembre estaban matizados por las nubes y los chubascos intermitentes. Examinó a su tropa: los soldados vestían la indumentaria de faena, a base de camisa de mangas cortas y short de camuflaje, además de portar instrumentos de trabajo como rastrillos, azadones, palas y picos.
La distancia del batallón al frente fue cubierta por un camión verde, encapotado de vinil. El trabajo de ese día abarcaba desde la posta 15 hasta la 14, una zona de especial atención por la aridez del terreno. Con las lluvias, el campo de huellas necesitaba mantenimiento sistemático, porque el agua escondía los surcos abiertos por los rastrillos y arrastraba gran cantidad de piedras que impedían diagnosticar cualquier violación del perímetro de seguridad.
Como cada día durante los últimos siete años, la imagen cenagosa y blanca de «el salinazo» le martilló la cabeza. El edificio de la antigua planta procesadora y empacadora de sal parecía flotar sobre la ciénaga y la línea del ferrocarril que sirvió antes para transportar los cargamentos hacia el puerto se le perdía en una curva cerrada en que él, Marcel Lamorouth Estévez, guantanamero de 42 años de edad, quería perderse también.
4.
Oxford Street es una de las más famosas calles del mundo para las compras. Ubicada en el distrito West End del Gran Londres, en sus aceras se suceden más de 300 tiendas que permitían a Kathleen Irving satisfacer sus caras y diversas necesidades. Un tortuoso ajetreo matutino retrasó su plan de amanecer en la zona, pues dedicó unas dos horas a solucionar los problemas financieros de su tarjeta de crédito. Como siempre, el avaro judío Ayton Rudish –a la sazón financiero de la familia Irving– le situó infinitas trabas y le auguró una demora de media jornada para encontrar solución. Por suerte, la servicial y eficiente Margueritte demostró su efectividad desde Cuba, donde acompañaba a su esposo como parte de una gira por América.
Contraria a la costumbre familiar de los Irving, Kathleen se sentía más a gusto recorriendo los dos kilómetros de Oxford Street que saturándose con las últimas tendencias de la moda que se ofrecían en Knightbridge y sus famosos almacenes Harrods. Durante cuatro horas, la atractiva mujer –diez años más joven que su esposo– eligió el atuendo nocturno que vestiría en el evento de beneficencia organizado por la Unicef. Se decidió por un traje aceituna encontrado en la intersección de Oxford y Regent Street, aunque no recordaba si el almacén pertenecía a H&M, Benetton, Shelly’s o Zara. Hizo un alto en la tienda de lujo Selfridges y compró un costoso reloj de hombre, sin dudas un agradable detalle con Patrick, su cuñado, con quien había quedado para las cuatro de la tarde.
La bella mujer se deshizo de las bolsas de compra, enviándolas con su chofer a la casa y se encaminó –volviendo sobre sus pasos– al Hyde Park, uno de los parques más grandes del Londres central. Apenas franqueó la entrada se oxigenó: el Hyde Park era por mucho su lugar favorito de la ciudad. Cruzó junto a la Speakers’ Corner y fue a sentarse en un banco apartado de los transeúntes que le permitió remembrar sus primeros amoríos con el lugar, remontados a los conciertos de Eric Clapton y The Who en 1996 y Michael Flatley en 1998, durante el cual atendió protocolarmente al que un año después se convirtió en su esposo, el ya exitoso mago Joshua Irving. Inundada por los recuerdos, apenas pudo sentir la vibración de su teléfono y, por esas sorprendentes coincidencias, comprobó que se trataba de Joshua. En unos minutos le resumió el día y lo puso al corriente del evento al que asistiría en la noche: una convocatoria de la Unicef por el conflicto armado en Sudán en que la sociedad Irving-Curtis realizaría una donación de fondos.
Un cuarto de hora más tarde distinguió la silueta erguida y ágil de Patrick Irving. Le dedicó un leve movimiento con su mano derecha y se le unió para caminar a su lado hacia la salida noreste del parque. Los jóvenes conversaban animadamente, su condición de contemporáneos sugería la posibilidad de ser confundidos con una romántica pareja.
Patrick era el más joven de la descendencia Irving y por mucho, el más atractivo, de anchos hombros y una definida musculatura que debía a su adolescencia en la cantera del club futbolístico Chelsea. Sin embargo, era un hombre de pocas luces. Debía a su hermano las permanentes borracheras con sus amigos, la satisfacción de sus finos gustos y el apartamento que rentaba en la calle Cromwell, una de las principales vías de South Kensington.
– ¿Qué tal? ¿Pudiste conseguirlo todo? — preguntó el joven, mientras jugueteaba con la mano derecha de Kathleen.
– Si. Todo sin problemas, tuve que caminar bastante por los comercios pero me encontré un traje que me viene muy bien para la noche y además… –se llevó la mano al bolsillo del abrigo sacando una pequeña caja envuelta con un papel dorado– pude traerte un regalo –
– ¿Qué es? –se sorprendió Patrick, al tiempo que deshizo la envoltura y descubrió un precioso reloj con la esfera verde– ¡¡¡es hermoso!!! Gracias amor –
El joven intentó transformar su agradecimiento en un beso, pero Kathleen lo detuvo con la mano, le miró a los ojos y le preguntó de manera tajante:
– ¿Coordinaste todo? –
– Si. En el Lanesborough –
– Tú siempre con elecciones desaforadas. Vamos entonces –
Sin correr las cortinas de la habitación hizo todo lo posible por estirar su ropa y acomodar el pelo rubio que le caía sobre los hombros. Divisó el cuerpo perfecto de Patrick, desnudo sobre las olorosas sábanas y maldijo su debilidad, la precoz eyaculación de su marido, la viril persistencia de Patrick, el imperioso deseo de gemir y gritar que le producía este y el silencio impuesto por Joshua cuando la penetraba, siempre sobre la cama del cuarto, con las luces apagadas, sin juegos previos y una sequedad que le ardía.
Su primer acto de infidelidad se consumó tres años atrás, durante una recepción en el Hotel Ritz. La joven se sobrepasó con la Ginebra, desbocando en un caudal libidinoso y arrastró a su esposo a una suite. Joshua también había bebido de más y decidió incorporar a una de sus ayudantes. El mago resolvió en tres minutos con ambas y se marchó a cumplir los compromisos con los invitados a la recepción.
La llegada de Patrick a la habitación impidió que las caricias de la ayudante en el pubis de Kathleen fueran más allá. El hermano del mago le alcanzó las ropas a la joven de piel cobriza y la despidió del local, al tiempo que cubría con una sábana la pálida y tersa piel de su cuñada. Pero ya el fuego se había expandido por Kathleen, que separó la sábana y en franca invitación abrió las piernas y comenzó a introducir tres dedos entre los húmedos rizos de su pubis. Patrick, entre la sorpresa y la duda, corrió al baño de la habitación y comenzó a masturbarse hasta que lo sorprendió el roce en su espalda y al voltearse encontró a la mujer con las piernas estiradas y la espalda doblada sobre la tina, descubriendo dos orificios enrojecidos por el contacto que le invitaban a actuar… y así lo hizo. La adicción le llegó a Kathleen por el oído: cada penetración de Patrick era una mezcla musical; por un lado, los testículos y la ingle contra la vagina y las nalgas eran un martilleo preciso; por otro, la piel contra los líquidos sonaba a botella descorchada. Se hizo adicta a ese sonido.
La mujer abandonó el hotel. La noche arrastraba la ola de luces de navidad. Durante los últimos cinco años siempre asistió a la ceremonia de encendido en Oxford Street a finales de noviembre, compartiendo el momento junto a su esposo y los famosos que realizaban el acto. Se ajustó el abrigo, pues las temperaturas habían descendido hasta los 10 °C y, aunque era raro un invierno muy severo en la ciudad, ella tenía una especial sensibilidad al frío. Recordó –con una sonrisa en el rostro– aquella ocasión en que abandonó a Joshua en medio de una gira por Europa del este cuando la aguijoneó el invierno ruso.
El chofer del taxi que abordó era un típico conversador. Enriquecía toda esa cultura del transporte que se convirtió casi en símbolo nacional y jugaba un papel importante en la promoción del turismo londinense. Aunque era un servicio muy caro, el black cab –que en ese caso era verde y no negro– evitaba la confusión del metro y brindaba mayor privacidad. A pesar de su deseo de pasar inadvertida y el cotorreo del conductor, se sintió particularmente solitaria durante el trayecto a casa rodeada por los sitios vacíos del automóvil.
La lujosa y moderna residencia de los Irving se ubicaba en la zona norte de Westminster, en el antiguo distrito de St. Marylebone incorporado al municipio en 1965. La vivienda se construyó por el 2005 y en su diseño participó un arquitecto del proyecto de rascacielos 30 St. Axe, uno de los orgullos del Londres moderno. Las quince habitaciones de la casa –sin incluir las destinadas al personal de servicio– permitían a los moradores gozar de una agradable intimidad, y las mayores coincidencias se producían de forma planificada en el Salón de Fiestas y el comedor principal.
La calma se interrumpía en ocasiones, cuando las sobrinas de Joshua –su hermana Silvya vivía en la residencia junto al esposo y dos hijas– corrían por los pasillos y escaleras de la instalación. A Kathleen no le incomodaban, al contrario, disfrutaba los juegos de las niñas y al mismo tiempo sus voces y risas le estimulaban el deseo de sumar nuevos descendientes a los Irving, solicitud a la que Joshua contestó siempre con una rotunda negativa.
La joven llegó con el tiempo justo, irrumpió como una tromba en la casa y ordenó al mayordomo Oscar que la siguiera. El elevador la situó en el tercer piso, ante su amplia habitación.
– Oscar, por favor, pide al personal que me preparen el traje que vestiré hoy –
– Ya está señora, fue preparado apenas llegó Arnold –
– Perfecto, dile a Anette que suba y me aliste un baño genial de los suyos y con ella misma, por favor, envíame un jugo de manzana y algún bocadillo –
– De inmediato señora, ¿algo más? –
– Si, dile a Arnold que esté listo para salir a las 8 y 30. ¿Sabes si irá alguien más de la casa al acto? –
– No lo creo señora. Los señores están descansando en su habitación e invitaron a cenar a unos amigos y la señora Sylvia ordenó dos reservaciones para una obra en Shaftesbury Avenue –
– Por favor, pregunta a mis sobrinas si quieren acompañarme –
– Así lo haré. Estoy seguro que querrán acompañarla –el rostro del viejo Oscar se alumbró, tenía un cariño especial por las niñas y sentía lástima por el tiempo que pasaban alejadas de sus padres al cuidado de la servidumbre– Con permiso señora –.
La fachada de la Banqueting House tenía la capacidad de deslumbrar con su armonioso conjunto en que se articulaban las columnas corintias y jónicas. Kathleen Irving sostuvo de la mano a sus sobrinas, que escrutaron el interior del edificio al que iban por primera vez. Irrumpieron en la sala de dos pisos y las niñas quedaron admiradas con las pinturas de Rubens, encajadas en el techo como imitación de la pintura mural al fresco.
El embajador de la Unicef en el Reino Unido se acercó a la joven, le extendió su mano y señaló el lugar que les correspondía ocupar en la sala. La mesa constaba de seis sillas y la compartía con Ayton Rudish, que fue acompañado por su esposa. El judío le entregó el programa, y le explicó la sucesión de acontecimientos hasta que le correspondiera a Kathleen entregar la donación a la entidad de la Organización de Naciones Unidas.
La velada estuvo matizada por la presencia de tres oradores, entre ellos un descendiente de Mohamed Al-Fayed –copropietario de Harrods hasta el 2010– que habló en nombre de los donantes, precedido por un desembolso millonario. La esposa del mago desfiló, junto a otros diez acaudalados por el frente del salón, recibiendo los saludos y agradecimientos de los funcionarios de la Unicef y un representante sudanés, cuyo gobierno se encontraba en plena crisis y cercado por los rebeldes en la capital del país, Jartum.
A pesar de la presencia de diversas celebridades, incluyendo miembros de la realeza británica, las protagonistas de la noche para Kathleen y Rudish fueron las sobrinas de Joshua Irving. La más grande, Claude, que acababa de cumplir los once años interrogó al judío de forma aguda e insistente para conocer los detalles más insospechados de Sudán y el conflicto que existía en la nación. Por su parte, la pequeña Annet penetró, guiada por las voces de su tía y uno de los historiadores de la Banqueting House, en el mundo de la conquista de América y el personaje de Pocahontas recibida en 1616 por Jacobo I Estuardo en un pabellón destruido por el fuego, antecesor de las actuales instalaciones.
La gala culminó sobre la media noche. Claude resistió despierta y durante la salida se aferró a la mano de su tía para que la guiara hasta el automóvil. La pequeña Annet se quedó dormida, viajando en sus sueños a través del Atlántico hacia la conquista de nuevas y maravillosas tierras. Rudish la tomó en brazos con especial ternura y la llevó a las afueras de la instalación. Frente a este acto de cariño, que complementó todas las atenciones que el financiero prodigó a las niñas durante la velada, Kathleen se sintió sucia e injusta por albergar animadversión hacia el judío. Comenzó a mirarlo con buenos ojos, pero el idilio duró apenas unos minutos, cuando depositaron a las niñas en el automóvil y se produjeron las despedidas el hombre le dijo secamente:
– Bueno, esperemos que haya quedado algo en tus tarjetas para después de esta noche. Hemos hecho una donación bastante grande –
La joven tragó en seco, mordió la lengua para evitar una respuesta en exceso venenosa mientras se preguntaba qué informaciones manejaría Rudish, que parecía saberlo todo.
– No se preocupe señor Rudish, no me veré en la desagradable necesidad de solicitarle dinero hasta el regreso de mi marido. Ha sido un placer compartir esta noche con usted y su esposa –
– Lo mismo digo. Y gracias por traer a sus sobrinas, me ha gustado mucho conversar con ellas –
– Con permiso –
Le extendió la mano, subió al coche y ordenó a Arnold: «Vamos a casa», al tiempo que posó su mano izquierda sobre la diminuta cabeza de Annet.
Para leer las siguientes entregas:
Cuba interior (o El mago que se la tragó) III
Por Saúl Octavio Sánchezmedium.com
Cuba interior (o El mago que se la tragó) IV
Por Saúl Octavio Sánchezmedium.com