Por Fernando Bianchi
Del Negro se podía decir cualquier cosa. Salvo, tratarlo de miserable, un miserable con dinero, como nosotros. Porque el Negro no se acostaba con cualquiera. El Negro elegía. Era capaz de mentir, de jurar que estaba de novio sólo para sacarse una mujer de encima. ¿En cuántas oportunidades se había declarado gay con tal de no acostarse con alguna mujer que insistía en llevárselo a la cama? Llegaban a insultarlo. No era descabellado sentarse en una plaza y que desde un banco alguna chica le hiciera la seña del auricular en el oído, a ver si el Negro tenía teléfono; ir por la calle y que le toquen un hombro, discúlpame, ¿te dejo una invitación? Y al desplegar el papel, descubrir apuntado un número de móvil.
Cierta noche salimos del teatro. Su madre, él y yo. Entramos a un restorán, comimos un poco apurados. El mozo trajo la cuenta y le preguntó al Negro si tenía novia.
– ¿Es por usted? –
– No, señor, y le pido disculpas. Espero no se lo tome como algo personal, no es mi estilo coquetear con los clientes. Es por ella. La moza que está allá, parada en la puerta del baño. –
La chica agitó la mano nerviosa en señal de «acá estoy» y el mozo le extendió un papel con el teléfono. El Negro miró a su madre.
– Para mí es una locura, hijo, pero ¿qué puedo enseñarte yo a esta altura, con la edad que ya tienes, haz lo que sientas. –
La sonrisa del Negro era fatal. La dentadura perfecta y ese lunar de puta adornándole la mejilla. Tenía fama de ser una perra en la cama, gemía como una mujer, y por el testimonio de algunas amigas después de acabar no se le caía. Si uno de nosotros se acostaba con alguna, la relación después se quebraba. El Negro no, el Negro la fortalecía.
– ¿Sabes por qué el Negro sabe mucho de hombres? –, me disparó Eli una madrugada. Habíamos sacado el colchón a la terraza para contar estrellas después de cenar.
– No. –
– Porque sabe cómo tratar a una mujer. –
Me sentí insultado. Yo invitándola a comer afuera y el Negro sabía de hombres porque sabía cómo tratar a una mujer. ¿De qué manera? ¿Qué haría el Negro? El Negro hacía algo que para cuando lo comprendí, ya no tuve ánimos de multiplicarlo. Más que hacer, deshacía: hacía todo lo que nosotros no hacíamos.
Es difícil emitir juicios acerca de un amigo. Muchos no lo querían, era demasiado frontal, y eso, suele no caer bien porque a las personas nos gustan los cumplidos. En su caso, su breve pero recurrente depresión estaba vinculada a un exceso de placer. ¿Cuántas mujeres que valían un mundo se le habían pasado sin poder verlas? El maxilar ancho, mezcla de toro con boxeador y esa nariz femenina. Una mirada sin fondo donde cualquiera podía caerse dentro y allá, en lo profundo, el brillo del dolor; de haber vivido cuatro vidas en apenas treinta años. Y todo por asumir la mujer interna que su madre decía todos los hombres llevamos dentro. Porque era eso lo que el Negro había tenido y nosotros no. Una madre en serio. Las tardes en que salíamos de la escuela y me quedaba a dormir en su casa, pasados del litro de vino la vieja siempre nos hablaba del gran truco para acercar mujeres. Sean un poco mujeres. Aprendan. Les lloverán, decía, mujeres de verdad. Las otras, las que buscan alguien que les ponga una bota en la cabeza, se irán solas.
Después hubo un tiempo en que lo perdí. Un tiempo signado por el azar de vivir no donde uno quiere sino donde se puede pagar un alquiler. Yo había salido a comprar cigarrillos dejando a los chicos y a mi mujer mirando una película, acostumbrada a mis salidas al kiosco y demoras de un día entero. Lo conocí por la voz. El Negro pidió preservativos y eligió un chocolate. Se dio vuelta con la velocidad de un animal cuando le toqué el hombro. Una barba espesa y unas ridículas gafas oscuras de marcos amarillos no me dejaron reconocerlo.
Pero el lunar de puta sobre el labio y la sonrisa, fatal, permanecían intactas. Cuando le pregunté dónde vivía ahora para ir a visitarlo, me agarró del brazo y me llevó unos metros lejos de la luz.
– Hace unos meses estoy desaparecido, tuve que irme del barrio. Fue por Julia, ¿te acuerdas? –
– ¿La chica de abajo? Sí, por supuesto. Un cañón de mujer. Alta y tetona. –
Clara. Los ojos grises, reposados. Una dulce tormenta de otoño. Ocupaba el apartamento de abajo con dos niños y vivía alcanzándole al Negro un plato de comida una noche, un postre al otro día. Los labios siempre acabados de pintar. Pero una madrugada el Negro escucha el timbre. Se asoma por la ventana, baja la escalera y abre. Imposible reconocerla así. La cara reventada como un sapo. Los parpados inflados, las pecas devoradas por manchas violeta. Parte del pelo, largo y dorado, pegado al rostro con sangre. Suben, dejando la puerta de calle sin llave. Es invierno. El Negro la lleva a un rincón de la cocina y la sienta en el piso.
– Julia, ¿me oís? –
En la cabeza desarticulada, la boca y los ojos aprietan mechones de pelo. Una vena o algo, tiembla cerca de la sien junto con la mandíbula.
– Julia, ¿qué pasó?, ¿me oís? –
– Fui a buscar a Oliver porque no aparecía y lo encontré con dos chicas tomando cocaína, menores… yo siempre supe, las levanta en la calle, les ofrece dinero… Hace semanas que yo no quiero acostarme con él porque tiene el pene lleno de verrugas y abrió la puerta porque pensó era un amigo. –
– ¿Y? ¡Julia! –
– Y cuando entré y vi a las chicas le pregunté qué hacía. Sentí un solo golpe. Me caí, se me subió arriba y me pegó y me pegó… creyó que me había matado y llamó al hijo… me llevaron a la parada de taxis, me dejaron ahí. –
El Negro apaga la luz. Parece guiado por la intuición. Al segundo, un auto estaciona en la puerta de la casa. Le tapa a Julia la boca: cállate.
Se acerca a la ventana. En la ventanilla trasera del auto, reflejados, ve a Oliver y al hijo pasearse dentro de la casa con un revólver. Las manos del chofer aprietan el volante. Salen a la calle y suben al auto. Pero no arrancan. Se quedan ahí, esperando. Desde un rincón del comedor, Julia gime. El Negro se arrodilla.
– Están ahí abajo con un arma, cállate por favor o nos matan. –
Julia dice que sí con la cabeza, una mano en la cara, la otra en el estómago, como si le hubieran pegado un tiro. Después, en un susurro espeso, que han venido a buscar las armas por miedo a que ella las agarre. «Yo siempre supe dónde están las armas», dice. El aliento rojo. El corazón latiendo histéricamente, queriendo escapar. El auto arranca y dobla en la esquina con las luces apagadas. Es ahora o ahora. Carga a Julia escaleras abajo y la sienta en el cordón de la vereda.
– Julia, las llaves de tu casa para llamar una ambulancia. –
La frente apoyada sobre las rodillas, los brazos al costado del cuerpo, las muñecas torcidas apoyan en el asfalto el dorso de las manos. Y en una, las llaves.
El cuarto donde está el teléfono da a la calle. Boca arriba, la madre de Oliver, ciega y paralítica, duerme con los ojos abiertos. Saca la punta de la lengua en un movimiento lento y repetido, una de las manos teclea sobre las sábanas. ¿Habrá escuchado? Avanza unos pasos hacia la cama. La vieja pestañea. Sí. Oye. Sin levantarle la cabeza, tira de la almohada.
El cuerpo se sacude y los ojos, lechosos, se entrecierran. Las pestañas garrapatean sobre el fondo blanco. El Negro conoce la historia.
Acabada de llegar de Brasil con dos hijos, Julia se cruza con Oliver. En realidad, Oliver busca a Julia. El amor, terrible, no sabe de casualidades. Ayudado por la soledad de la mujer, el hombre la seduce con risas. Le promete. A las pocas semanas la casa de Julia se incendia y Oliver le propone cuidar a su madre, vivir en casa de su madre donde otra doméstica, pagada como refuerzo, la ayudaría con la limpieza. Julia siempre sospechó de ser Oliver quien incendió su casa. Le sustrae los documentos, y al primer reclamo le saca dos dientes. Le abre el labio, seis puntos. Cuando a una mujer le parten la cara, se toca y ve sangre, por lo general se paraliza. En adelante obedece. Dos hijos. Ningún lugar a dónde ir. En menos de cinco años la operan de cadera tres veces por los malos ejercicios de levantar y acostar a la mamá de Oliver cuantas veces se le ocurra. Queda renga.
Entonces llega, en lugar de la ambulancia, un patrullero. El policía se baja y el Negro se pone de pie. Julia señala al policía con el dedo, se reincorpora quedando de rodillas.
– ¡Él estaba ahí! –
– Por favor, suban. –
– ¿Usted ya la había visto así? — pregunta el Negro.
– Sí. La vi así en la parada de taxis cuando me llamaron, pero no quiso ir a hacer la denuncia. Y si una mujer se niega a hacer la denuncia la policía no puede hacer nada. –
– No es muy difícil saber si fue alguien de su círculo cercano. –
– Si ella no hace la denuncia no se puede hacer nada. Suban, por favor, así los llevo al hospital. –
Julia sube adelante, el Negro atrás. El hospital está a cinco cuadras. ¿Cómo puede tardar tanto la ambulancia? El policía no habla. Solo entonces se acuerda de que las puertas de los patrulleros no se abren por adentro. El oficial le pasa un papel y le pide que anote los números de teléfono de los dos. «Y el de la comisaria», agrega.
– No anoto nada –, responde el Negro. — El año pasado acompañé a Julia a hacer su documento porque Oliver, el tipo que le hizo esto y se los quitó, parecía dispuesto. Siempre la tuvo así, manipulándola. Julia me pidió de acompañarla a la comisaría porque necesitaba un testigo, y cuando estábamos haciendo los papeles el comisario nos manda a llamar a su oficina. Le suena el teléfono, no el fijo sino el celular, y era Oliver. El comisario hablaba a medias, se reía. Eso estaba perdido.
¿Usted sabe quién es Oliver? Los domingos suele andar en un auto sin patente con cuatro tipos de la barra brava del Club de Estudiantes. Es dueño de varios prostíbulos y un estudio de abogados. Un tatuaje de San la muerte le ocupa toda la espalda.
Yo sé quién es, a qué se dedica este hombre, ¿la justicia y la policía no? –
– Anoten mi teléfono si quieren, me llaman por cualquier cosa. El comisario cambió, no está más. –
El auto se detiene en el semáforo al llegar a la avenida. El hospital está a la izquierda y el hipódromo y la comisaría a la derecha. El Negro siente que un solo movimiento en el volante puede torcer el curso de la noche cuando la luz cambie a verde. Que está encerrado, Julia lo metió en esto, y en cinco horas se tiene que levantar a trabajar si logra salir. Y ella no va a cambiar nada. Pero el auto, al fin, dobla hacia el hospital.
Dos médicos le piden que les ayude a sacarle la ropa. Lo miran como si él hubiera hecho eso. Ve a Julia en ropa interior. Tantas veces invitándolo a dormir. Es más linda de lo que siempre había creído, quizá porque la lástima embellece a las personas. La acuestan en una camilla y se la llevan. El Negro espera en la sala de guardia. En menos de veinte minutos entra un hombre con un disparo en un intercostal acompañado de un grupo de policías, y dos mujeres arrastrando a un muchacho de los brazos. Una de ellas le explica al médico que «estábamos tomando cocaína y de pronto se fue al piso». El Negro entra y sale. En esa inercia, espera horas. Oliver o la policía pueden llegar de un minuto al otro. Cuando a las siete de la mañana ve a Julia abrir la puerta, la cara, frente al sol, es un solo hematoma. Las pocas cuadras hasta la casa, son recorridas con Julia aferrándose a la pared. Su prótesis de cadera parece congelada. Apenas ve, no habla. Cuando días después regrese al hospital por un dolor de parto en el rostro, los médicos descubrirán una fractura de maxilar que al momento de hacerle la placa, la inflamación no permitió verla.
En repetidas noches en que salí a buscar cigarrillos volví a encontrarme con el Negro, hasta que volvió a mudarse de barrio por recomendación de aquel policía. Y una tarde cualquiera de un verano asfixiante me subí al transporte y vi a la mujer que limpiaba los domingos en casa de Julia. Hablamos del calor, la inflación y los años perdidos hasta que la mencioné. Me hubiera gustado visitarla, a ver si andaba sola.
La mujer sonrió sin abrir la boca y levantó las cejas en un gesto ridículo, semejante a cuando por torpeza se nos cae un plato.
– ¿Julia? –
– Sí, y los hijos, ¿están bien? –
– Sí, claro. Oliver murió y le dejó la casa. Ahora está en pareja con un médico, un tipo que también la golpea. –
Hice como si no la hubiera escuchado, volví a preocuparme por los chicos. Ahí estaban. Normal. Por salir de la escuela.
¡Muchas gracias por tu lectura! Puedes encontrar nuestros contenidos en nuestro sitio en Medium: https://medium.com/@latizzadecuba. También, en nuestras cuentas de Twitter (@latizzadecuba), Facebook (@latizzadecuba) y nuestro canal de Telegram (@latizadecuba).
Siéntete libre de compartir nuestras publicaciones. ¡Reenvíalas a tus conocid@s!
Para suscribirte al boletín electrónico, envía un correo a latizadecuba@gmail.com con el asunto: “Suscripción”.
Para dejar de recibir el boletín, envía un correo con el asunto: “Abandonar Suscripción”.
Si te interesa colaborar, contáctanos por cualquiera de estas vías.
Nota aclaratoria: Los derechos del texto publicado se encuentran asentados legalmente.