Por Fernando Rodríguez Bianchi
Era su letra, inconfundible. Igual a su silueta, flaca y graciosa. Las palabras no cabían en el papel, y los sellos postales, arriba y a la derecha del sobre, tapaban el número de la casa.
Yo la esperaba desde hacía algún tiempo, con la ansiedad y el miedo de quien recibe noticias de un futuro que ya no sucederá. Porque la carta llegó después de lo ocurrido, porque las palabras siempre llegan tarde. Sin embargo, sus promesas me han dejado en paz. En la carta, asegura visitarme en marzo.
Ana siempre fue una mujer insular. Yo nadaba hacia ella entre el mar de empleados públicos sin destino, entre edificios y coches de la ciudad hasta arañar su puerta. Ella la abría despacio, igual a la tapa de un libro que se cuida mucho, y entonces uno se adentraba en un pequeño trozo de Suramérica, semejante a la tibieza de uno de esos bares de Perú o Bolivia. Su casa estaba frágilmente decorada con cerámicas y estatuillas, pequeños platos multicolores que parecían venir del espacio, almohadones y manteles de colores sobre los que Ana servía los libros de su biblioteca.
Al igual que un sobre, las noches en su casa se convertían en un refugio donde guardar las palabras; noches que, a diferencia de las bufandas que Ana tejía, eran demasiado breves para las conversaciones y los vinos pendientes. Yo me acercaba a su casa para cerciorarme de que la poesía nos salvaba de llorar y ahora, al leer su última carta, comprobé lo que siempre me decía. La poesía es reír por las manos, el llanto de la tierra que nos entra por los pies, una espada capaz de cortar una lágrima al medio, un río en busca de los peces arrojados a este desierto… ahora Ana se ha ido.
Desde el silencio, sin mencionarlo, supimos que la fantasía era nuestra porque el realismo siempre es fantástico, torcíamos el llanto con la risa, pensábamos que las emociones nos iban a matar. Y es que con algo debíamos tapar la juventud incierta, la angustia desaforada de aquellos años en que dábamos clases juntos y salíamos casa por casa entre caminos de barro a convencer a nuestros alumnos de que terminaran la escuela. Ana llegaba a uno con su voz aguda e infantil, con su bocaza demasiado grande para esta vida y por la que se la podía reconocer entre una multitud, su sonrisa voladora ya era un enigma, una mujer sólo capaz de desaparecer frente a lo absurdo e inexplicable, si es que lo terrible puedo nombrarlo de esa manera.
Compañeros de trabajo, solteros sin temor a la seducción y al olvido, nos encontrábamos por lo general los domingos, con la puerta de la calle abierta sin miedo a que otras historias o personas entraran y compartieran la mesa, sabiendo que los cobardes y los malos huyen de los locos que vivimos a casa descubierta y riéndonos sin cerraduras.
De aquellos encuentros eran testigos sus gatos, hijos gordos y malcriados que recostados sobre los libros de la biblioteca oficiaban de observadores de aquel maratón de sangre de toro –como llamábamos al vino– y otras versiones de mundo que serían algún día, viajes de la mano de personajes entre líneas más allá del punto final. Los gatos eran enemigos declarados de sus novios, con la maligna costumbre de observar lo que ocurría en la cama, sentados sobre el televisor, y ya habían saltado a la cabeza a más de uno enviándolo al hospital. Los descarados, era el mote que igualaba a los gatos de Ana con los amantes inoportunos.
Lo cierto es que ya fuera por los gatos o por el olor a comida, los libros en casa de Ana tenían algo de estufa y pesaban más de lo normal, emulando esas piedras volcánicas que para cargarlas de energía los masajistas colocan bajo la luna. Y Ana tenía eso que se esconde en lo profundo de lo que se hace sentir pero no se toca, tenía una energía angélica.
Arriba, nuestros ojos colgaban de las estrellas, nuestras conversaciones los domingos tenían algo de confesionario y viajábamos de tema en tema y de planeta en planeta por el rosario de la noche. Brillantes, transparentes, las palabras salían de su boca con la levedad de las burbujas. Yo le hablaba sobre mujeres en el aire y ella me contaba de la evanescencia de los hombres. Era mi amigo, yo su amiga, y quizá por eso jamás supe con Ana lo que era la vergüenza. Siempre me gustó su cabeza de mujer porque con ella se podía hablar de todo sin discutir acerca de nada. Lo sabían sus amigos, lo gritaban sus amigas, su ironía arrastraba las disidencias hacia el margen de la risa, hacia la isla de la juventud.
Un solo secreto tengo con ella y es un ibídem, un inmediato anterior a lo escrito y que ahora, después de haber renunciado al trabajo, puedo decirlo sin que me despidan. Ana era la única persona a quien durante los años en que trabajé como editor y corrector de textos le enviaba los manuales de literatura en estado crudo para que me dijera qué le parecían. No tanto por ser profesora de Letras, sino porque a diferencia de la mayoría de los maestros sedientos de actividades y metodología para resolver el cotidiano, Ana me sugería libros por los que los estudiantes debían pasar si el objetivo era formar mejores personas. Libro y persona eran una misma historia; como la metodología y el contenido, dos caras de una misma moneda.
Estuvimos distanciados cerca de un año, sin escribirnos nada, luego de irme del país, hasta un viaje en que desde la Isla le envié a un amigo un par de sandalias de cocodrilo que yo no usaría jamás, mientras a ella le envié unas revistas. Tantas revistas que recordé con ello la teoría de las pobrezas múltiples, de que existen diversos modos de ser pobre y la intelectual se cuenta entre las más terribles. Pensé además en la riqueza inmensa de tener amistades y en esa capacidad de algunas personas-industria para producir relaciones sociales, y pensé en que Ana era una de ellas.
Yo le enviaba mis cuentos por internet y ella los leía como si hubieran sido publicados y ya estuvieran dando vueltas por el mundo, con ese asombro a lo Ana, de ver en cualquier cosa por primera vez el sol. Llegó a leer unos doce, y les dedicaba tiempo porque sabía que para mí eso era importante, me transmitía asombro y esa luz fortalecía mi camino, el camino solitario, sin rostro de quien escribe.
Las devoluciones perfilaban su emoción, su fascinación por los paisajes. El juego de hacer brotar imágenes donde no había más que un papel. Compartíamos palabras, descifrábamos secretos detrás de sus curvas simbólicas en camino a nuestra próxima graduación de ginecólogos del lenguaje, y al leer sus comentarios a los cuentos yo podía oír su voz, envuelta de un asombro amanecido, de las melodías y notas que se esconden en las palabras, pero claro, había que ser Ana para hacerlas sonar de esa manera, con un asombro de muchacha amarilla, de mujer insular envuelta en trapos y ropas de colores, Ana vestía como se sentía y por eso le escribí un rezo. Para que me acompañe por estos días en que se ha ido, pero más para que vuelva: Santa Anita, loca de los colores, madre de nos, ríe por nosotros pescadores de la luna, ahora y a deshora de las ilusiones.
Enviar cartas a sus amistades era un ritual. Las escribía con tinta verde, ya sea para que la acompañáramos en sus viajes o para la reclamación de libros prestados. Por eso la carta que recibí de ella esta semana luego de que me avisaran que se había ido no me permite tener conciencia de lo que pasó. No creo igualmente que alguien en su cuerpo, en ese territorio de donde se fue Ana pueda tener conciencia. Podrá tener un elefante parado en el pecho, una flor entre los huesos, pero difícilmente tenga conciencia. Porque en la carta informa que llegará en marzo a la Isla, y yo sé qué voy a hacer cuando ella venga. Voy a recibirla con una alfombra de coral. Sentirá que ahora sé cómo funciona lo que tanto yo soñaba. Que quizá vuelva a mi país cuando me muera de extrañar, Ana me cocinará en su casa y me leerá en su mesa y le contaré que tengo miedo. Estoy repleto de miedos y de misterios, yo no puedo mentirle a Ana. Ella sabe que siempre fui un cobarde, que he vivido buscando el golpe para poder levantarme, sé que el próximo knockout será hepático, a golpes de vino y nos levantaremos juntos. Nos vamos a reconocer y nos abrazaremos las espaldas mirando el mar. Ya puedo verla en el teatro, está en el malecón y en tanto espero, una mujer en bicicleta se me ha quedado atorada en la garganta. Su risa es una coreografía inflamando la noche en este momento atroz de barro y ceniza en que me atrevo a escribirla, con la certeza de que me leerá. Porque de niño allá en el campo vi caer algunos caballos y de grande en la ciudad derrumbar los edificios, veo ahora a Ana levantarse entre ruinas y animales. En el mientras tanto, permanezco aquí, a la espera de que vuelva a escribirme con los últimos ajustes de su llegada, preparándome para eso, nervioso y feliz.
Yo no sé si eso será, ahora que sucedió lo ocurrido, pero por las dudas la espero. De ser así, nos abrazaremos en el aeropuerto. Ese lugar sin patria, cruzado por mil caminos. No estaremos aquí ni allá y a partir de entonces dejaremos de existir. Sólo quedarán nuestras cartas, nuestra amistad cultural, igual a esas poblaciones antiquísimas que se salvaron del olvido sólo por haber desarrollado la lectoescritura.
Porque uno recibía una carta de Ana y no sabía qué era viaje y qué era libro. «Vamos al país de las fascinaciones», podía ser tanto una invitación a leer juntos Alicia en el país de las maravillas, como viajar a Bolivia. Se podía visitar su casa, hablar toda la tarde sin que pronunciara una sola palabra acerca del asunto, y al día siguiente recibir una carta pidiendo de acompañarla a cualquier provincia; o dejar el bolso colgado en el perchero de su comedor y luego encontrar una carta dentro.
Ya sea por un viaje o por una solicitud de libros prestados, la respuesta tenía que ser siempre en papel. Una sola vez se me ocurrió llamarla por teléfono después de encontrar una.
–Hola Ana.
–Hola. ¿Para qué me llamás?
–Es por la carta. No entiendo si con Los ríos Profundos te referís al libro de José María Arguedas, o querés ir a nadar a la provincia de Entre Ríos.
–A Dios.
Y dejaba caer el auricular, despidiéndose de ese modo. Separando a Dios y sugiriéndote así, que te invitaba a todas partes y a ninguna. Las cartas sólo se respondían con cartas, y ella podía estar en su casa cuando uno las pasaba por debajo de la puerta. Ana abría, te hacía pasar, y ya la charla, semejante a un loco en un carrusel, giraba sobre otro tema. Incluso cuando su mirada dejara entrever otros asuntos pendientes, la carta no se tocaba. Como si fuéramos eternamente jóvenes, pudiésemos habitar en otro tiempo y hablar acerca de ello cualquier otro día.
–¿Leíste la solicitada del Círculo de Artistas Independientes en el periódico?
–¿La de los periodistas?
–¡No, nene! Esa fue ayer y peor, la de los artistas salió esta mañana.
–¿Y qué dice?
–Que el arte es independiente. Como si el arte flotara, fuese un gas en el aire o no tuviésemos ya suficiente con el periodismo. ¿Y la de los escritores? ¿Leíste la solicitud de los escritores?
–¿Los escritores sacaron una aparte? Qué extraño, me la hacía junto con la de los periodistas.
–A mí lo que me resulta extraño es que los periodistas no hayan sacado una solicitada junto con los abogados. Los dos tienen cada día menos metáfora. Tengo una adivinanza para tí. ¿Qué es el arte sin ideología política?
–Un relajo.
–No. Un bebé mirando un televisor.
–¿Y la política sin arte?
–Un culo dado vuelta.
–Peor. Un bebé ciego leyendo un panfleto.
Ya para este momento ella me había sacado de la carta y metido en otro tema, en otro sobre, destapado una botella de vino y puesto música. Podíamos pasarnos una hora enfermándonos alrededor de ese hueco en la imaginación que significa la ideología política sin metáfora. Sólo cuando los artistas se politicen y los políticos se metaforicen, decía, ahí las cosas van a empezar a cambiar. Solo te digo algo. No pares de escribir y seguí yendo al teatro. Que no te pase eso que le pasa a la mayoría de los escritores que no van al teatro, los actores no leen literatura, los músicos lo mismo, y así cada cual metido en su ombligo haciéndose los transgresores, cuando cualquier albañil en la cama es veinte veces más revolucionario que cualquiera de ellos. Y no fumes, un escritor además de ir mucho al teatro tiene que vivir muchos años, el camino del escritor es oscuro, largo y saturado de fantasmagorías. No es necesario echarle más humo. Y no te olvides: nadie creerá en ti, pero tú si debes creer.
Inventaba palabras, y por su estilo, en ocasiones no podía saberse si cuando nos pedía que la acompañáramos a viajar era en serio o en broma. Así, la mayoría de sus cartas hablan del futuro, de ir más allá y volver para acá. Por eso no me asombra que Ana haya regresado la otra noche después de haberse ido.
De sus cartas de invitación, guardo una del verano pasado cuando me invitó a Colonia, Uruguay. Allí habla de compartir el mañana, observándose en ella un profundo sentido del instante.
Quería invitarte a compartir tu mañana y mi mañana. El mañana en medio nuestro igual a un niño colgado de las manos, te invito a hacer un mañana juntos. ¿Qué decís? Caminamos, y sobre el espejo de los pasos emprendemos la vuelta a la hora en que mudan de color las alamedas. Si me decís que no, tengo una propuesta más sencilla. Te invito a rascarnos con un árbol hasta que se vuelen los pájaros, y cual patos pero al revés, lavarnos las espaldas mientras observamos a los peces saltar para cabecear la luna, allí donde el río se anuda con el mar. En la próxima carta, por si con ésta aún no alcanzo a convencerte, voy a enviarte una foto de playa Ferrando, en Colonia, para que veas que allí el cielo usa un árbol por pincel para pintarse la barriga. En esa playa vas a poder correr hasta el infinito, como si la mujer que pudiera comprenderte hubiese aparecido en el horizonte, o estuviese cerrándose lejos la puerta que conduce al paraíso. Sé de tu fobia hacia lo humano que hace que se te llene el cuerpo de pulgas cada vez que alguien enciende un televisor. Y en el mar (aún), no hay televisores.
Hoy salí a la calle en bicicleta a buscar el pan y me pasó eso que me contaste una vez, me resultó extraño que las personas tengan nariz, ojos, orejas y pelos, y me empezó a doler el estómago. Me descompuse, parecía caminar entre marcianos a quienes veía por primera vez. Y reventaba y salpicaba a todo el mundo, y las personas quedaban de color marrón, con un olor espantoso, el color de los árboles en otoño, prólogo a las flores y a la primavera. Estoy confiada en que eso muy pronto se nos va a pasar, y de ocurrirte a vos primero, como que me llamo Ana que voy a estar ahí. Para juntarte con una cucharita y usarte de abono. Soy una de las pocas que te aceptan así de loco como sos, uno de esos chiflados que crecieron, pero el corazón es aún de niño. Pero así es. Al árbol, se lo juzga por la corteza. Sólo te pido algo, y es que me contestes antes de esta semana lo del viaje a Colonia. Ya sabes, estoy en casa después de las siete. ¿Venís? ¿Dale! Vos mismo alguna vez has dicho, hay momentos que no sabemos qué jardín nos deparan, que se descubren con un poco de animarse y otro poco de tiempo.
En otro registro, Ana escribía cartas que eran historias. Llegaba a elaborar teorías extrañas, entre poéticas y metafísicas, y donde daba por hecho ciertas cosas que no habían sucedido, o en verdad habían sucedido, pero que sólo podían ocurrirle a ella.
Y quizá sea por su última carta que desde la semana pasada Ana se encuentra acá conmigo, en estos papeles escritos unos días antes de irse. Sobre la mesa, la carta es un pedazo de luna rodeado de restos de pan, libros y otros planetas, dos vasos de vino y un paquete de cigarros. Al igual que la fachada de su casa, la carta es de una sola cara y no tiene números que indiquen la fecha, por lo que puede haber sido escrita hace meses, o dentro de unos años.
Ha pasado un tiempo y aún no sé cómo es que se fue. No quise ni quiero preguntar. Tampoco recuerdo cuándo ni cómo nos conocimos. Sólo sé que en estos papeles estuvieron y están sus manos. Las mismas que nos servían el vino, nos cocinaban y prestaban libros.
Releo las líneas en la noche, que es cuando suenan más las palabras y escucho su voz. La carta es una partitura donde observo las líneas de la palma de su mano, guardándola en un sobre como quien guarda un cuerpo en un cofre y pienso en sus pestañas, fijando la tinta. Otra vez llueve afuera… pero adentro más. Las gotas en los charcos del patio hacen burbujas y las veo levantarse. Desde la eterna humedad de sus ojos hasta la infinita espera donde jamás nos volveremos a encontrar. No me quiero engañar ni me puedo mentir. La muerte es mentira, la vida es verdad. Abro la ventana, las estrellas están más cerca esta noche, algo ocultas detrás de las burbujas que desde algún lugar suelta Ana. Burbujas que junto con sus palabras vienen de la lluvia. Doy vueltas en la sala queriendo escapar de la pata del elefante en el pecho. Siento en los huesos golpear a las semillas. Me acuesto a escribir, y repaso imaginariamente los párrafos del día. Se escribe mucho en la almohada.
Desde hace algún tiempo dejo la ventana abierta con una de sus cartas sobre la mesa y por la mañana me encuentro con que la carta no es la misma. La noche la convierte en otra y sé que al leerla me reencontraré con ella. Si en algo se parecen las personas a las palabras, es que por las noches se transforman. Y Ana es un pie en la arena. El mar se la lleva, pero yo ya la leí. Nos encontraremos en marzo. Será en esta isla.
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